La inesperada victoria de Emmanuel Macron en la elección presidencial francesa de 2017, con el 66% de los votos, hizo que (al menos para algunos) Francia pareciera un refugio a salvo del populismo que sacude la política europea. Su triunfo fue un alivio para una gran mayoría de los franceses y para otros gobiernos en la Unión Europea y en todo el mundo.

Pero la victoria de Macron incitó en sus oponentes de extrema derecha e izquierda una forma de histeria rayana en la locura. Las protestas de los “chalecos amarillos”, cada vez más violentas, racistas y antisemitas, son la manifestación visible de esa furia.

Es verdad que parte de la culpa es de Macron y de la insensibilidad tecnocrática de algunos miembros de su equipo. En particular, el brusco aumento de impuestos a los combustibles anunciado en noviembre de 2018 –una decisión pensada para promover la agenda climática del presidente y de paso ayudar, marginalmente, a equilibrar las cuentas fiscales– castigó desproporcionadamente a los votantes rurales y suburbanos, que ya padecían estrecheces económicas. Así comenzó la rebelión de los chalecos amarillos.

Pero conforme las protestas se redujeron en tamaño y aumentaron en violencia, los extremistas focalizaron su odio en Macron y en lo que representa.

En primer lugar, hoy Macron se destaca por su compromiso con la revitalización de Europa; y rechaza el nuevo consenso según el cual el único modo en que los políticos tradicionales podrán derrotar al populismo es minimizando su apoyo a la UE. Por el contrario, Macron no ha dejado de reafirmar su fe en una Europa fuerte, democrática y próspera, capaz de actuar con autoridad en el mundo.

Además, hasta ahora Macron no ha dejado que las protestas le impidieran seguir adelante con las reformas que prometió durante la campaña. En menos de un año se sancionaron leyes que aumentan la flexibilidad del mercado laboral, imponen conducta ética a funcionarios electos y empleados públicos, y modernizan el obsoleto sistema francés de ingreso a las universidades. Pero Macron subestimó lo difícil que era reducir el déficit fiscal y la deuda pública de Francia para cumplir las normas de la eurozona, lo que contribuyó a su decisión de aumentar impuestos a los combustibles el pasado noviembre.

Hoy, los adversarios de Macron en todo el arco político se presentan como si fueran parte de una especie de movimiento popular espontáneo; pero la verdad es que muchos de los políticos derrotados por Macron en su campaña triunfal ahora están decididos a debilitarlo. Para asombro de muchos, el expresidente François Hollande (de cuyo gobierno Macron fue miembro) está alentando abiertamente a los chalecos amarillos a endurecer sus protestas. Laurent Wauquiez, líder del partido de centroderecha Los Republicanos, llegó a ponerse un chaleco amarillo él mismo. En tanto, Marine Le Pen, líder de la ultraderecha, y Jean-Luc Mélenchon, líder de la ultraizquierda, ven posibilidades revolucionarias en la furia de los manifestantes.

Podrían verse semejanzas entre los chalecos amarillos y otras fuerzas populistas en Europa (en particular el Movimiento Cinco Estrellas en Italia). Pero los participantes de las protestas en Francia son extremadamente violentos en palabras y actos. Casi no pasa un día sin que Macron y su esposa reciban amenazas de muerte. Esto nos recuerda los violentos ataques contra Léon Blum, el socialista que fue primer ministro de Francia a mediados de los años treinta y que luego fue enviado a Buchenwald por el gobierno colaboracionista del mariscal Philippe Pétain durante la Segunda Guerra Mundial.

Charles Maurras, un prominente ensayista y periodista católico de entreguerras, que llegó a ser miembro de la prestigiosa Academia Francesa, dijo de Blum que era “un monstruo” y “un hombre que merece que le peguen un tiro, pero por la espalda”. Hoy, el diputado ultraizquierdista François Ruffin airea su odio a Macron en términos similares. Nunca desde los años treinta había experimentado Francia semejante histeria contra un dirigente político en ejercicio.

Las palabras violentas van de la mano de actos violentos. Los manifestantes han destruido y saqueado tiendas; han incendiado edificios públicos, oficinas de parlamentarios e incluso la residencia privada del presidente de la Asamblea Nacional. Han amenazado a diputados (hasta con armas de fuego), han asaltado redacciones de diarios; y más de 1.500 oficiales de policía han resultado heridos.

¿Cómo llegó Francia a este punto? No es secreto que los canales de televisión RT y Sputnik, financiados por el Kremlin y seguidos por las redes sociales y otras estaciones de TV, han sido plataformas que alientan la incitación de la furia, el antiparlamentarismo, la mentira, la desinformación, el racismo y el antisemitismo. Francia parece vivir todos los días los “dos minutos de odio” del 1984 de Orwell.

El daño material y moral hecho al país es considerable. Pero no habrá una guerra civil. Una mayoría clara y amplia de los franceses están molestos y conmocionados por la ola de violencia e intolerancia. El principal sindicato del país (la CFDT) se ha declarado contrario a “toda forma de violencia”; su líder, Laurent Berger, sostuvo que “si una organización sindical hubiera iniciado un movimiento tan violento, la prohibirían por al menos 20 años”. Y la forma en que Macron enfrentó la crisis con autocontrol y sin apartarse de su agenda de reformas le está haciendo recuperar legitimidad.

Pero el movimiento de los chalecos amarillos está lejos de terminar, y es imposible volver atrás el reloj. Primero y principal, las autoridades deben castigar severamente a los perpetradores de actos de violencia y vandalismo (comenzando por exigir que compensen a las víctimas) y eliminar cualquier forma de impunidad. Los ataques y actos de destrucción con motivación ideológica deben recibir el mismo tratamiento que cualquier otro delito violento. Menos que eso sería alentar a todo aquel que esté dispuesto a perseguir sus objetivos con violencia.

En segundo lugar, hay que enfrentar decididamente las noticias falsas y el abuso de las redes sociales, que ponen en peligro la cohesión social y la democracia misma. El gran “debate nacional” mediante encuentros locales y en Internet promovido por Macron está siendo un útil contrapeso. Macron se ha mostrado una vez más como un polemista brillante. Pero este experimento inédito terminó el 15 de marzo. Por el bien de los franceses y de la democracia europea, esperemos que su resultado sea un renovado apoyo a las reformas imprescindibles que Francia esperó por décadas.* Noëlle Lenoir fue integrante del Consejo Constitucional y del Consejo de Estado y ministra de Asuntos Europeos de Francia.

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