Habrá que recordarlo en el centro de la cancha del estadio de La Boca el 10 de noviembre de 2001, a lágrima suelta, el día de su despedida oficial del fútbol, repitiendo una y otra vez que “la pelota no se mancha”, admitiendo que si a alguien le hizo daño su adicción a la droga fue a él, y entre pausa y pausa, mirando a lo lejos, a las tribunas abarrotadas de gente que a lágrima suelta, también, gritaba y cantaba “Maradoooooooo, Maradoooooooooo”. Habrá que recordarlo unos años antes, poco antes de que se iniciara en México la Copa del Mundo del 86, cuando comenzó a hablar con los jugadores de Italia y de Brasil, y con algunos de sus compañeros en Argentina, para que se rebelaran contra la FIFA y cambiaran los horarios de los partidos, pues a las 12 del día, o a la una, con aquel sol y la contaminación y la altura, se iban a morir.

En el 86 Maradona pasó a escribirse D10S. “Nunca un jugador fue tan influyente en un solo Mundial como Maradona en aquella Copa”, diría con el tiempo uno de sus rivales en la final, Lottar Mathaus. Desde el primer partido hasta el último, contra Alemania, Diego Maradona hizo posible lo imposible, hasta obligar a Joao Havelange, presidente de la FIFA, a darle la mano y entregarle la Copa del Mundo en el palco principal del estadio Azteca, tragándose sus palabras y sus insultos, pues días antes, ante el intento de rebelión del 10 argentino, lo había llamado “maldito cabecita negra”. Ese día, en la tarde del 29 de junio, Havelange se juró venganza y se tomó la palabra venganza como algo personal. Y se vengó de aquel “cabecita negra” que toda la vida se sintió orgulloso de ser “cabecita negra”, cortándole las piernas una y dos veces años más tarde.

“Me cortaron las piernas”, decía ocho años más tarde Maradona en medio de una caótica rueda de prensa en Boston, Estados Unidos, pocos minutos después de que Julio Grondona, el presidente de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), le notificara que por dóping había quedado por fuera del Mundial. Maradona había vuelto al fútbol y a la selección de Argentina luego de la goleada de Colombia 5-0 en el estadio de River Plate. Bajó 15, 20 kilos. Se entrenó día y noche, y regresó para salvar a su equipo en una repesca contra Australia y, después, en la Copa del Mundo del 94. Pero un día se le acabaron las pastillas que le habían recetado, y su preparador físico le compró otras, con el mismo compuesto, pero con un componente extra: efedrina, y la efedrina era una de las mil sustancias prohibidas.

Le cortaron las piernas, como se las cortaron tres años antes, cuando lo suspendieron en la Liga italiana durante 18 meses, porque un examen en un laboratorio que solo existió para detectar su adicción a la cocaína determinó que había jugado un partido con su equipo, el Nápoles, bajo los efectos de la droga. Maradona dijo que la coca no tenía nada que ver con jugar al fútbol, pero no importó. Alguien, o muchos, y desde arriba, hacía tiempo habían bajado el martillo para declararlo culpable de lo que fuera. Fue culpable por la droga. Fue culpable por haberle ganado al Milan de Silvio Berlusconi un partido que “no debía ganar”, como dijo después. Fue culpable de haber sido el capitán de la Argentina que eliminó a Italia en el Mundial del 90 en Nápoles y la dejó por fuera de su Mundial. Fue el culpable de haberles recordado a los italianos del sur que el norte siempre los había humillado.

Fue el culpable de todo por haberse enfrentado al poder y a los poderosos. Los medios que antes lo alababan, pues decir Maradona era decir dinero, mucho dinero, y decir Maradona era vender ejemplares de diarios y de revistas y subir el rating de cuanto programa lo nombrara, empezaron a crucificarlo. El 26 de abril del 91, por ejemplo, la policía de Buenos Aires hizo una redada en un apartamento en el que él estaba, en el barrio Caballito, y lo detuvo, drogado. Cuando Maradona salió del edificio, con la mirada turbia, perdida, vidriosa, en la calle había más de cien fotógrafos de los distintos medios del país. “Alguien les avisó”, comentó después. Igual, ya su foto como “delincuente” le había dado la vuelta al mundo, y en uno y otro y otro sitio la gente repetía que era un “drogadicto”, un adjetivo que le colgaron para siempre hasta el fin de sus días.

Maradona era el enemigo a vencer, aquel a quien debían humillar. Su única arma era el fútbol. La pelota. Con ella, por ella, había hipnotizado a los hinchas de Argentinos Juniors desde que era un “cebollita”, antes de su debut en primera división, el 20 de octubre de 1976 ante Talleres de Córdoba. Pasados años, muchísimos años, algún recolector de anécdotas e historias casi invisibles recordó que cuando fue a buscar la primera foto de la primera jugada de Maradona en primera división no halló nada. Sin embargo, siguió en su búsqueda. Repasó archivos y archivos, investigó, pensó, ató cabos, hasta que dio con la imagen que tanto necesitaba. Un asistente de fotografía la había guardado en un sobre cualquiera, con una inscripción general que decía: “Fotos Argentinos Juniors-Talleres- octubre 20, 1976”.

Con la misma pelota de entonces, aunque cambiara de color y de marca, aquella desgastada y desinflada pelota que le había regalado un tío y con la que dormía cuando apenas si tenía dos años, Maradona deslumbró después a los fanáticos de Boca en el 81 e hipnotizó al mundo, como antes y como siempre, haciendo posible lo imposible. Y después, por ráfagas, pese a una fractura de tibia y peroné y a una hepatitis, fascinó a los del Barcelona, y por fin a los napolitanos, que colgaron banderas con su rostro y su nombre al lado del santo venerado de la ciudad, San Jenaro. Maradona les devolvió a Nápoles y a los napolitanos su antigua importancia. Los volvió a ubicar en un mapa no solo del fútbol, sino de la historia, y lo hizo con una pelota.

Y con una pelota fue campeón del mundo, y obligó a Havelange a darle la mano, y tomó revancha, su revancha, de los ingleses por los muertos en la Guerra de las Malvinas con dos goles antológicos que plasmaron su lado de barrio humilde y de D10S del fútbol. Con una pelota rió, celebró, cantó y lloró, y dijo, como en una especie de ruego, “la pelota no se mancha”.