Termino el año 2020 en Berlín, que para mi vida es la otra ciudad del amor. Bogotá y Berlín. Por las necesidades del amor terminamos, mis hijos y yo, viajando en agosto a Alemania en un vuelo humanitario. Extraña manera esa de unir a dos seres que se aman, dos seres con patrias distintas que deben repatriarse al lugar del otro. Y hoy, cuando el 2020 está a punto de terminar, vivimos una Berlín muy extraña. La capital de Europa que tiene la fiesta más importante de pólvora libre del mundo, un espectáculo luminoso que dura el día entero el 31 y que a las doce de la noche dejaría anonadados a todos los que lo vieran, vive este año la prohibición.

La segunda ola de la pandemia llevó a las autoridades a prohibir la pólvora en Berlín. Para ello, 5.000 policías de todo el país van a venir a reforzar la seguridad de la ciudad para que no haya fiestas por las calles, para que la gente no se encuentre en todos los parques, en los rincones de esta ciudad que desde hace muchos años vive de las fiestas callejeras. La fiesta de San Silvestre para los berlineses es el encuentro con el desconocido, con los seres que deambulan por la ciudad buscando con quien bailar, con quien gritar, con quien ver un poco más de la alegría luminosa de la pólvora.

También de los peligros que esa noche encarna, pero sobre todo es una noche de alegría, diversión, de amistad inusitada. Una alegría que este año no será. Hoy la preocupación mayor es no saber qué va a pasar durante esa noche; no saber qué harán los más radicales de esta ciudad para proteger su derecho a la diversión de fin de año. Dónde aparecerá la pólvora, impensablemente prohibida, dónde aparecerá esa alegría que el virus está impidiendo.

Y mientras todo esto se va desarrollando, mientras esperamos el desenlace de la noche de fin de año, en medio del encierro, la única diversión que nos queda en Berlín es caminar. Diversión que no es poca, por cierto. Muchas personas caminan. Vamos todos sin tapabocas, a menos de que haya aglomeraciones porque en este país decidieron que el virus no se contagia al aire libre. Buscamos la distancia y nos movemos entre los parques, las calles, la ribera del Spree, y caminamos en días luminosos, pero también en los días grises, porque de todas maneras caminar por la ciudad es lo único que nos queda.

Y en ese andar, vuelve a mí la pregunta que me he hecho todo este año, la pregunta por el amor, no el amor mío, personal, ese que vivió la incertidumbre y la distancia que fue solucionada por un simple vuelo; tampoco el amor de las otras parejas que buscaban reencontrarse, que algunas lo han logrado y otras lamentablemente no. Me pregunto sobre ese otro amor que me taladra constantemente, que me hace preguntarme por qué somos incapaces de crear justicia; el amor a los desconocidos, a su bienestar, a la vida de los otros. ¿Cuál es el amor que perdimos? ¿Cuándo, dónde y cómo se perdió el sentido del amor solidario? Pero no la solidaridad de la limosna, la solidaridad en la que nos escudamos para entregar un pequeño reducto de lo que tenemos. Ese pequeño porcentaje que debo pagar para justificar las diferencias. No. Mi pregunta tiene que ver con un amor hondo que hemos perdido, que se desapareció. Una suerte de conciencia de que yo no puedo estar en el mundo teniendo lo que millones no tienen. La conciencia de que la oportunidad, el sentido, la posibilidad solo vale si es para todos.

Y entre mis preguntas aparece una imagen muy particular. Yo camino por Berlín y me imagino a Byung Chul Han, lo imagino caminando por las mismas calles, llegando hasta la zona donde tiene su jardín; esas casas minúsculas y esos pequeños jardines donde muchos berlineses van a distraerse de la vida, o hacer allí precisamente lo que la vida es para ellos. Una siembra, un cuidar plantas como un destino de conexión con aquello que florece. Y lo imagino a él porque de alguna manera este año la lectura de sus textos me ha marcado profundamente. He leído entrevistas y artículos de este filósofo que tiene mucho por decirnos sobre nuestra época, sobre la pandemia.

Lo imagino caminar por Berlín y lo admiro, me deleita lo que dice. Pero al mismo tiempo yo no pertenezco al tipo de pensadores que creen en una suerte de fin nihilista del tiempo, o de nuestra época. De los cambios de la humanidad. Sí, entiendo el sentido de la pérdida del ritual, la imposibilidad del encuentro que relata el filósofo surcoreano que nos hace hincapié en lo que se deshace de nuestra cultura. Que nos alerta en la pérdida, en lo que ya no tenemos, en aquello perverso en lo que podemos convertirnos. Nos habla sobre la transparencia enceguecedora de nuestra época y las derivas brutales del capitalismo. Pero vuelvo a mirarme a mí misma, me veo caminar, me veo celebrar con mis hijos y mi familia, me veo hacer la vida cotidiana, mis rituales, la celebración de la vida, de la sexualidad, de la escritura y me pregunto si de verdad todo está vacío, como dice el filósofo.

Lo dudo. Pero sigo imaginándolo caminar por Berlín, lo veo en su jardín, lo veo pensar y siento que, guardadas las distancias, esta colombiana que transita por la misma ciudad puede celebrar también un Año Nuevo en sintonía con el surcoreano que en algún lugar de estas mismas calles estará aguardando ese nuevo año que quizá trae poco de novedad.

Estamos despidiendo un año sin nombre. Seguimos buscando la palabra que dé cuenta de la extrañeza de lo que ha sucedido en este año. Como cuando nos hemos despedido de otros siglos, de épocas de guerra, nosotros nos despedimos ahora del 2020, un gran acontecimiento. Un año de desaceleración, un año de enfermedad, de miedo, de crisis. Sobre todo, eso, un año que trae el fantasma, la duda de qué vendrá después.

Cuál será la tal llamada nueva normalidad, cuál es la crisis que se cuece y qué deberemos enfrentar. Y no puedo dejar de pensar que este año también nos trajo encuentros que no imaginábamos. Encuentros vacíos, distantes, digitales, como los llamaría el filósofo, pero yo también veo surgir ahí una emoción de verse en la distancia que no habíamos conocido antes. En los últimos años no me había encontrado tanto con mi madre, como en este año, aunque sea a través de una pantalla. Al igual que con muchos otros seres, que por mucho tiempo no había visto. Las pantallas, con sus distancias, con sus mentiras, de todas maneras, nos han traído algo de encuentro. Tampoco me había enfrentado a la desnudez del alma como en este tiempo, a preguntarme quién soy sin lo que está fuera de mi casa para divertirme, para distraerme, como diría Facundo Cabral.

Pero más allá del encuentro con gente que hemos querido y que regresó en este año, más allá de las relaciones a distancia y de los tropezones de la cotidianidad con los más cercanos; más allá de haber superado todas las dificultades para poder dictar clases, para trabajar, para seguir haciendo todo eso que antes hacíamos de manera tan distinta a como lo hicimos este año, el problema del amor, de ese verdadero amor que es el que tenemos por los desconocidos, sigue siendo una espada que pende sobre la cabeza de cada uno de nosotros y que no queremos mirar.

Porque ahora sabemos que el virus evidentemente atacó a los más pobres, a los más viejos, a los más desprotegidos. Porque ya sabemos que la prueba del virus para un ciudadano que puede pagarla se demora dos días mientras que para un gobernante dura dos horas en salir. ¿Qué será de los que ni pueden pagarla? Porque ya sabemos que el virus se acopló a la lógica del mundo capitalista, bueno es al revés, el capitalismo, como siempre, lo engulló en sus lógicas. Porque además sabemos que esa inminencia de la muerte, esa posibilidad de que todo se nos acabe, no ha transformado la más esencial de realidades: nuestra manera de desear. Pues, aunque el virus esté llevándose miles de personas diariamente en todo el mundo, nuestra peor enfermedad sigue siendo esa: lo que deseamos ser y tener.

Porque los que vivimos en el capitalismo hemos sido enseñados a preferir el sufrimiento de intentar llegar a donde nunca podremos llegar. Desear el lugar de los que tienen el poder, ese lugar al que la mayoría nunca podrá llegar pero que sueña con él, como si fuera realmente una opción. Por eso es tan perverso cuando la vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, dijo que no hace falta más que soñar para poder llegar a un lugar como el que ella ha alcanzado.

Me alegra profundamente que ella esté allí, que la irracionalidad ramplona de Trump haya sido vencida, pero me entristece la banalidad del bien, con la que ella incita a los y las jóvenes a pensar que sería tan simple como soñar para llegar tan lejos. No. No necesitamos soñar así. Porque esos sueños que ratifican el deseo de sostener la diferencia abismal entre la mayoría y sus gobernantes es lo que justifica las filas inmensas de gente entrando en el día sin IVA a comprar televisores sin pensar en el contagio y la muerte.

Porque al final la pobreza se ha vuelto encantada. Porque es una pobreza con la ilusión de que el hada madrina rápidamente lo cambie todo y se pueda llegar tan lejos como solo pueden llegar unos pocos a costa de que millones no pueden. O qué es lo que interesa de tener televisores, celulares y otros objetos, sino que conectan con la ilusión de la riqueza. Lastimosamente así es. Adquirir cosas pareciera ser lo que suple el sentido del encantamiento que supera a la pobreza misma. “Soy pobre pero soy capaz de acercarme a la vida que sueño a través de un televisor”. Y claro, en estos tiempos de encierro quizás los objetos más importantes han sido todos aquellos que nos permiten divertirnos, olvidar por un rato la crisis en la que estamos viviendo. La crisis de ser sujetos sumidos en la injusticia que, para serlo de manera peor, hemos olvidado siquiera pensar en ella.

Ahí vuelvo al filósofo, a ese nihilismo suyo que a mí me ataca de frente en estos tiempos. Y aunque por momentos me gana el optimismo, en otros me hunde la nostalgia de saber que el orden del deseo de mi época está jugado por mucho tiempo. Que la mayoría prefiere el sueño de una vida inalcanzable a la construcción de una vida donde las riquezas del planeta tengan que redistribuirse indefectiblemente. Prefieren el azar que la constancia y la lucha por lograr cambios. Para que busquemos un nuevo orden social en el que estuviéramos dispuestos a perder mucho de lo que tenemos para que la justicia pueda aparecer.

Entonces, espero que el 2021 nos dé algo de energía y tiempo para que nos volvamos a preguntar con honestidad y valentía; qué es lo que debemos soñar, qué debemos pedir o más bien qué es lo que no debemos soñar, no debemos pedir para que en la crisis económica que se avecina los recursos puedan encontrar un destino justo, sin tanta opacidad y acumulación.

Alejandra Jaramillo Morales. / Archivo particular
Alejandra Jaramillo Morales. / Archivo particular

* Alejandra Jaramillo Morales, escritora bogotana. Ha publicado cuatro novelas, La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017) y Mandala (2017) un proyecto de escritura digital, una novela construida para ser leída de múltiples maneras. Tres libros de cuentos, Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), libro ganador del concurso Nacional de novela y cuento de la Cámara de Comercio de Medellín y entre los quince nominados del premio Hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez 2018. Las lectoras, su nueva novela que será publicada en el año 2021 es su primera incursión en la novela histórica. Ha publicado dos novelas para adolescentes con el sello Loqueleo; Martina y la carta del monje Yukio (2015) y El canto del manatí (2019). Ha publicado numerosos artículos sobre literatura y cultura y tres libros de crítica literaria y cultural, entre ellos Nación y Melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, trece ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia donde trabaja en el Departamento de Literatura y en la Maestría en Escrituras Creativas.