El pasado 12 de enero, Marine Le Pen estuvo en Nueva York y pasó varias horas en uno de los restaurantes de la Torre Trump. “Un viaje privado. Ella tiene derecho a descansar”, insiste su vocero, David Rachline, cada vez que alguien le pregunta el motivo de la visita que terminó por atraer a varios de los fotógrafos que merodean el rascacielos donde tiene su residencia privada el presidente electo de los Estados Unidos.

La explicación no deja contento a nadie, sobre todo considerando que la candidata por el Frente Nacional a la Presidencia francesa terminó por ser recibida por Guido George Lombardi, un millonario cercano a Trump y más aún al partido ultraderechista italiano Liga del Norte.

El encuentro que no fue y el que finalmente tuvo lugar representan lo que podrán ser las relaciones entre la Unión Europea y los Estados Unidos de America-Great-Again. Mientras los partidos tradicionales se dividen entre la diplomacia práctica y la crítica feroz, la extrema derecha ve en la elección de Trump, precedida por el Brexit, una aprobación de sus propios programas proteccionistas y antiinmigración. El entusiasmo, sin embargo, está lejos de ser correspondido. Para sus relaciones con movimientos como el Frente Nacional o el FPO austriaco, Trump se vale de intermediarios de bajo perfil, y cuando aún siendo candidato recibió a Matteo Salvini, de la Liga del Norte, se dio cuenta de que eso podía jugar en su contra y se apresuró a desmentir un apoyo formal.

“El Frente Nacional presentó el éxito de Trump como una validación de su discurso”, explica Jean-Yves Camus, director del Observatorio de Radicalismos Políticos de la Fundación Jean Jaurès, “y varios de sus miembros han insinuado la victoria del candidato republicano como un presagio de lo que ocurrirá en las elecciones venideras en Europa. Sin embargo, se trata de fenómenos muy diferentes. No hay que olvidar que la mayoría de los norteamericanos votó contra Trump y que si resultó elegido fue gracias a las particularidades del sistema electoral de Estados Unidos. Además, Trump tenía el apoyo de un partido tradicional, y ése no es el caso de los candidatos populistas en Europa. La derrota del FPO en Austria es una muestra de que la dinámica no se traspone automáticamente”.

Parco en sus cumplidos al partido del clan Le Pen, Trump ha sido más generoso en elogios con el candidato de la derecha tradicional, François Fillon: los dos comparten un cierto desprecio por las políticas de inclusión de las minorías y, a diferencia de Le Pen, el discurso proteccionista no les llega hasta plantear un enfrentamiento con los grupos financieros a las multinacionales. En lo que sí coinciden los tres es en una admiración por la Rusia de Vladimir Putin.

Un eje que no pasa por Europa

Tal vez la presidencia de Trump no producirá un efecto dominó favorable a los movimientos de extrema derecha, pero eso no basta para tranquilizar a las democracias europeas. Al margen de lo que ocurra en los años venideros en el interior de Europa, es seguro que tras décadas como “tercera potencia mundial”, la Unión perderá influencia frente al nuevo eje Washington-Moscú, y poco importa en ese sentido si los gobernantes de cada país son nacionalistas o proeuropeos.

Trump tiene en su gabinete notorios rusófilos como Michael Flynn, un invitado frecuente de la cadena Russia Today que no pierde la ocasión de evocar todo tipo de teorías de complot, y su secretario de Estado será Rex Tillerson, quien como presidente de Exxon entabló una relación con Putin marcada por contratos millonarios para la explotación de petróleo en Siberia y a quien el premier ruso condecoró con la Medalla de la Amistad.

Para Marc Nexon, periodista francés que ha cubierto el Kremlin para medios como Le Point, esto no quiere decir que la relación será fraternal o desinteresada. Como ejemplo cita un comentario del exministro de Energía Vladimir Milov: “Cuando se encuentren, Putin va a decirle: ‘Ustedes nos dejan en paz con los derechos humanos y tranquilos en nuestro espacio postsoviético y nosotros les ayudamos en sus relaciones comerciales con China’”. No es un secreto que la política de pragmatismo duro del líder Xi Jinping también está más alineada con Putin y Trump que con las democracias liberales europeas.

“El interés por China es otro punto en común de Trump y Putin y, al igual que Putin, Trump prefiere que su país sea temido en lugar de amado”, explica Pierre Grosser, profesor de relaciones internacionales en la Escuela de Ciencias Políticas de París.

“Para Trump es como si la Unión Europea no existiera”, explica el filósofo Robert Jules, analista para el diario La Tribuna. Según Jules, la Unión ha jugado en demasiadas ocasiones la carta de “esperemos a ver qué pasa sin atreverse a tomar decisiones fuertes. Ese fue el caso en Ucrania e Irán, por ejemplo, y tanto Trump como Putin son conscientes de eso”.

El peor de los escenarios

La pérdida de la influencia en la esfera internacional a la que la Unión Europea se verá afrontada frente a un eje chino-ruso-norteamericano, al que por si fuera poco parece querer alinearse la Turquía de Erdogan, es una tragedia para el Viejo Continente, pero no la más grave de sus preocupaciones. Trump no sólo ha dejado claro que quiere levantar las sanciones aún vigentes contra Rusia por la invasión de Crimea, sino que está tentado a disminuir la participación americana en la OTAN, que Obama trató de reforzar en los últimos días de su gobierno.

Durante la campaña, el futuro presidente anunció que consideraba que Estados Unidos no podía continuar pagando el 70 % del presupuesto de la organización militar y que si los demás miembros no aumentaban sus contribuciones, no podrían contar con la “protección automática en caso de ataque”, el famoso artículo 5 de los estatutos que es el principio mismo de la organización.

Ante la posibilidad de una OTAN sin Estados Unidos, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, ha hablado incluso de crear un ejército europeo. No es un secreto que el fin de ese ejército sería proteger la Unión contra tentativas rusas en Ucrania occidental, la región de Transnistria, Polonia o los países bálticos. Con un presidente estadounidense que no sólo no sirve de barrera a las ambiciones expansionistas rusas, sino que parece acolitarlas, los líderes europeos saben que lo que menos les va a incomodar de Trump son su estilo exagerado o su discurso populista. Lo grave son sus nuevos mejores amigos.