Hace exactamente doscientos años, mientras pasaba unas vacaciones en los Alpes austríacos, el compositor Franz Schubert (1797-1828) escribió su Quinteto para piano y cuerdas D 667 y aprovechó, quizá por el momento relajado que estaba viviendo, para hacer un juego algo ligero. Tomó una melodía que ya había inventado dos años atrás, titulada La trucha, y la copió tal cual para luego escribirle una serie de variaciones que terminaron conformando el cuarto movimiento de la obra.

El ejercicio de las variaciones es un legado del estilo clásico. El cuarto movimiento de ese famoso Quinteto, que terminó siendo bautizado La trucha, es casi mozartiano. Y si somos estrictos, el referente es anterior: ya desde el siglo XVI se hacía este juego (con el nombre de “diferencias”), que consistía en tocar una melodía repetidas veces, pero transformándola cada vez en algo distinto.

Schubert hacía un homenaje a su raíz estilística y de paso creaba lo que el comentarista William Kinderman ha llamado “una pieza brillante del entretenimiento superior”. Pero la música clásica es tan solo un punto de partida. Pocos años después, en 1824, Schubert escribió otra pieza de cámara, el cuarteto La muerte y la doncella, que sorprende por su carácter más dramático y trascendental.

Al igual que Beethoven, aunque por vías diferentes, Franz Schubert dio el salto de la forma clásica pura, con sus formas perfectamente establecidas, a la individualidad propia del romanticismo. Esta evolución queda plasmada en toda su obra, que tiene en el lied (o canción) un punto de partida. Para Schubert, las canciones eran, digamos, una especie de laboratorio donde ensayaba lo emotivo, que luego aplicaba incluso en sus composiciones de gran formato para orquesta sinfónica.

Una de ellas es la Sinfonía número 8, conocida como la “inconclusa” o “inacabada”, por el hecho de tener solo dos movimientos. Son varias las teorías acerca de por qué el compositor no la continuó. Pero yo me quedo con otra sugerencia, la del musicólogo Arnold Schering, que no oye ahí ninguna expresión truncada. Para Schering, los dos movimientos están plenamente ensamblados y complementados. Cualquier adición llegaría a romper el equilibrio. Era el año 1823 y Schubert estaba inmerso en la búsqueda de un lenguaje propio. ¿Por qué no pensar que en esa búsqueda quiso alterar la estructura, pero no la esencia, de una sinfonía? Sin tener las herramientas teóricas de Schering, a mí me pasa lo mismo: no siento que le falte nada. ¡La sinfonía inconclusa sí está completa!

Y entre sus obras del año siguiente, 1824, aparece otra que tiene también ese espíritu aventurero. Es la Sonata D 821, escrita para un instrumento exótico llamado arpeggione, con acompañamiento de piano. El arpeggione, más que un invento revolucionario, fue una moda efímera del mundo de la música. Se trataba de un instrumento de diseño muy parecido a la guitarra, pero que se tocaba con arco en lugar de pulsar las cuerdas. Fue llamado también “guitarra de amor”, que es un nombre muy atractivo; pero, con la excepción de Schubert, ningún músico serio se entusiasmó con sus posibilidades.

El arpeggione cayó en desuso a mediados del siglo XIX, pero la sonata de Schubert no. Hoy su parte se remplaza fácilmente con el violonchelo y el asunto queda resuelto. Sin embargo, hay algo en la elección del instrumento que nos habla de un espíritu innovador, de cierta osadía del compositor. El romanticismo era también una apuesta, lejos de las cómodas certezas de lo clásico. Y en cuanto al contenido musical, lo que Schubert buscaba era hacer “cantar” al instrumento.

Así que es casi inevitable volver a su experticia con el género canción. Las frases, en su música instrumental, son muy cercanas a la estructura de estrofas y al registro de la voz humana. En 1996 el sello disquero Deutsche Grammophon hizo un experimento: le pidió al violonchelista Mischa Maisky que grabara la línea melódica de algunas canciones de Schubert, de modo que cada lied se convirtió en una especie de sonata en miniatura. En las notas interiores de aquel disco, Reinhard Beuth daba un diagnóstico preciso: “Aunque se pierdan las palabras, la poesía de la música se mantiene”.

Ese ha de ser el encanto poderoso que tienen sus ciclos de canciones, aunque no entendamos el idioma. Schubert se identificaba con algunos poemas de contenido dramático y esa identificación le servía para explorar las posibilidades expresivas de lo puramente musical. En particular su último ciclo, titulado Viaje de invierno, está plagado de las emociones de nuestro lado más oscuro: la soledad, la locura, la rendición.

En la historia de la música encontramos varios casos de obras escritas por un compositor que sabe que se va a morir. El Réquiem de Mozart es tal vez el ejemplo más conocido. Viaje de invierno es, para muchos analistas, una especie de réquiem ateo, porque sabemos que Schubert lo escribió estando melancólico y enfermo mientras les anunciaba a sus amigos que iban a escuchar algo espeluznante.

El famoso ciclo terminó abarcando veinticuatro canciones, que se van conectando una tras otra como un viaje sin retorno a algún paraje oscuro del alma. Es uno de los ejemplos extremos de las facultades dramáticas del romanticismo. El tenor Ian Bostridge ha querido ver en él una expresión cultural comparable con los cuadros de Van Gogh o las novelas de Proust. Por su parte, el musicólogo Michel Schneider ha utilizado referentes religiosos para analizarla:

“El viaje se acaba después de veinticuatro estaciones que no son, como los veinticuatro preludios y fugas que componen El clave bien temperado de Bach, un recorrido por el mundo humano para mayor gloria de Dios… Las veinticuatro estaciones de Schubert son un vía crucis sin vía ni cruz”.

El alejamiento de las formas clásicas implicaba acercarse a terrenos desconocidos y, si se quiere, peligrosos. La búsqueda de un lenguaje romántico fue para Franz Schubert un proceso doloroso. Quizá es por eso que su música se queda pegada al alma de quien la escucha, doscientos años después.