En la inauguración de los Juegos Olímpicos de Río los ojos del mundo se detuvieron en tres equipos en especial: el de Kosovo, que asiste por primera vez como nación independiente después de la guerra de los Balcanes; el de Sudán del Sur, símbolo de supervivencia luego de una guerra civil, y el de los diez refugiados que participan, sin nacionalidad, protegidos por la bandera blanca y los cinco anillos. Nosotros nos fijamos especialmente en la delegación de Colombia, todavía entre la guerra y la paz. El espíritu de hermandad, instituido por Pierre de Coubertin en 1896, debió superar grandes obstáculos como las guerras mundiales, incluyendo la Olimpiada de Hitler en Berlín, y la Guerra Fría con los boicots mutuos de Estados Unidos y la Unión Soviética, para consolidar el evento unificador de más de 200 países, ahora amenazado por el terrorismo.

Las competencias bélicas, no el deportivismo, fueron la base de esta tradición deportiva. Cinco siglos antes de Cristo, el poeta Píndaro, narrador oficial de las Olimpiadas, componía sus versos sobre los máximos juegos deportivos al tiempo que daba testimonio de “las voraces guerras”. Entonces se suspendían las confrontaciones armadas en Grecia y sus vecindades y los enfrentamientos se trasladaban a la “Olímpica lid” de Atenas. No significaba el fin de los conflictos, más bien una tregua para dedicarse a la exaltación de la valentía a la hora del combate, a la justificación de la violencia como reivindicación del poder de los dioses de la mitología griega sobre el ser humano, a la lucha por el honor y la dignidad que daban primacía a un pueblo sobre otro.

En plena confrontación entre tebanos y atenienses, bajo la amenaza de la invasión persa, Píndaro creó sus oscuras 14 Odas Olímpicas, traducidas del griego por el obispo mexicano Ignacio Montes de Oca. Según los papiros que las recogieron, el “religioso y manso” autor nacido en el 520 a. C., fue un aristocrático espectador de hazañas deportivas, invitado a las tribunas doradas, bajo el fuego que Prometeo robó a Zeus y se lo regaló a los mortales, para cantar las victorias y tocar la lira en honor de los más virtuosos atletas de la “celebérrima y espléndida” Atenas o de la “divina” Olimpia, ciudad cercana al balcánico monte Olimpo, donde habían nacido los juegos en el 776 a. C. y, según la mitología, desde cuya cima Zeus controlaba el mundo.

¿Cuáles eran las pruebas que convocaban cada dos o cuatro años a la “inmensa muchedumbre”? Píndaro reportó: carrera a pie, que era la carrera corta de un extremo a otro del “recto estadio”, 192,27 metros; carrera larga, el doble estadio; lucha similar a la lucha libre actual; pugilato, el boxeo de hoy; pancracio, mezcla de lucha y pugilato; tiro con arco; carrera armada, con armadura y “mortal espada”; carrera de carros; carrera de caballos ensillados, y pentatlón, que incluía carrera del estadio, salto de longitud con pesas en las manos, lucha y lanzamiento de disco y jabalina. Los Olímpicos hacían parte de los Juegos Panhelénicos junto con los Ístmicos, en Corinto, los Nemeos, en Argos, y los Píticos, en Delfos –donde competían los poetas-, y constituían para él “el más alto certamen”, establecido por Alcides (el mismo Heracles o Hércules, hijo de Zeus) “cual bélico trofeo”.

Por eso el lector viaja a través de la emoción de la memoria y la ambigüedad de las odas, entre “la humana metta y la alta virtud sujeta de los dioses”. ¿Qué personajes se batían desnudos en la arena en el límite entre la vida y la muerte? A Gerón, rey de Siracusa, vencedor en las carreras de caballos, dedicó la oda primera. Cumplía los requisitos reclamados por los dioses del Olimpo al combatiente: “Disciplina ruda… fuerza, orgullo, valor, destreza… la potencia sempiterna de Júpiter, Etneo y Proserpina”. “Aborrece el peligro y la fatiga. Imbele corazón; más el valiente. Que de morir la certidumbre abriga”. “Eso sí, no espere nadie del triunfo el júbilo, si a fuerza de sudores no lo gana”.

Las palabras hermandad, concordia y reconciliación no aparecen. ¿De qué sirve, preguntaba, una “paz inútil” sin gloria y sin honor? La victoria representaba todo. Del “anhelado triunfo” dependía el nombre y “la ventura”, así fuera en medio de odio, envidia, intriga, ambición, maldad. La condición humana como parte de las pugnas.

Del más fuerte se proclamaba su nombre, el de su padre, el de su ciudad y el de su patria. Le imponían la corona de “oliva refulgente”, “la diadema” que se conserva hasta la muerte… Si no, “verdes laureles” o “dos guirlandas de apio para adornar su frente”. En lápida de mármol y estatua, nunca más alta que la de Hércules, se inmortalizaba como héroe, garantizando “la gloria… hasta en la tumba fría” y para “su noble descendencia”.

“Mi lengua pregona los bellos triunfos”, decía el cantautor, mientras construía la atmósfera gloriosa: “Levanta eterno monumento el pueblo, a los heroicos adalides, que probarton, luchando, su ardimiento… ¡Dichoso aquel que ciñe su cabeza con el lauro del triunfo! De dulzura vida eterna, y de paz, para él empieza”. Inventario de virtudes en riesgo por un rosario de defectos: insolencia, arrogancia, usura. Consecuencias del “perfumado aliento” de la fama. “A la cumbre, de mortales en vano se encamina…”.

En la oda segunda, para Terón, rey de Agrigento, vencedor del carro, pide “oro y favor perpetuo” como “justo premio”. Entre verso y verso insiste en “aplicar la dórica armonía, a la festiva danza, del noble vencedor en alabanza”. Semo de Mantinea era digno de ser grabado en un tetradracma de plata, porque en la cuadriga no conoció rival. Para otro reclamaba un “escudo de bronce” como premio al valor. Se revela el simbólico origen de las medallas.

En medio de proezas, la tragedia siempre hace parte de la escenografía a través de sangrientos combates y fratricidas duelos: “El fatal Edipo con homicida acero atravesó a su padre”.

En la oda sexta, para Agesias de Siracusa, el perseverante vencedor del carro mular, hace una descripción de lo que hoy llamamos esgrima, uno de los cinco deportes que siempre han estado presentes en los Juegos Olímpicos de la era moderna: “Diestro vibraba el homicida acero. Y en el altar la víctima ofrecía. Santo profeta, y sin igual guerrero”.

Píndaro acompaña en sus peleas al enorme y múltiple campeón Diágoras de Rodas (tipo el cubano Teófilo Stevenson, triple campeón olímpico de boxeo en Múnich, Montreal y Moscú), el púgil “varón que en Olimpia gana verde corona” y describe cómo la “sangre noble… hierve en los adalides”. Admira al fuerte Dóriclo, al que nadie pudo vencer. Enaltece a Agesidamo de Logis como el más valiente.

Lo impresionaban los luchadores con mejor puntería: “Mil dardos voladores… pendiente de mis hombros, que disparar deseo. Al blanco, ¡oh Musa mía!, tiende el arco certero”. A Frástor, “el dardo le voló derecho a la señal”. Luego iba más allá y cuestionaba: “¿A quién nuestras benévolas flechas dirigiremos?”.

La novena oda se la dedica a Efarmosto de Opunte, el de la lanza inmortal: “Primero en Jove clava, al promontorio de Elis luego punta, a Pitona certero otro dardo raudísimo dispara”. Describe su técnica y se declara “testigo de sus glorias”: “Ningún atleta gira como él, sin tropezar, en la arena. La multitud lo mira, y aplauso universal súbito suena. ¿A quién la faz no encanta, de tan bello garzón, y hazaña tanta?”.

Participaban jóvenes como Crono, protagonista de una histórica victoria en la colina: “¡Cuan gallarda era del joven la marcial figura!”. Como Alcimedonte de Egina, campeón de lucha, la “madre de las lides”, que “con el favor divino, y su propio vigor, postró en el suelo a cuatro niños”. También veteranos como Psaumis de Camarina, que venció en la carrera ecuestre. “Ya con edad avanzada demostró su valía” en la Olimpiada 82. Entonces eran más los casos en que la experiencia se imponía a “la mocedad”, porque “maestro acostumbrado a la victoria, mejor enseña que varón imbele que jamás combatió”.

En total, da cuenta de 60 eventos. De los “solemnes triunfos” de Calímaco en la “Olímpica arena”. Se detiene en el lanzamiento de disco, que “lejos arrojó con ímpetu (mientras lo aplaudía su ejército) el gallardo Eniceo”. Retrata titanes al estilo de Mark Spitz, siete medallas de oro en natación de los Olímpicos de Múnich 72, o Michael Phelps, ocho doradas en Pekín 2008: uno se llamaba Blepsíades, el de “invictas manos”, con seis coronas. El más reconocido, Jenofonte de Corinto, ganador panhelénico de los cinco juegos (pentatlón) y de carreras en el estadio. “En los certámenes de Atenas ciñó triple guirnalda… y otras siete coronas de esmeralda obtuvo en las Helótides arenas”.

En medio de “varoniles certámenes”, que “las glorias del varón proclaman”, no había lugar para mujeres: sólo desde la ficción del Olimpo se colaban, para el desfile y las ovaciones a “los nobles vencedores”, amazonas, “bellas cabalgadoras”, y las inspiradoras Musas.

En las últimas odas observa a Asópico de Orcómeno, niño corredor, mientras triunfa en el estadio infantil de Olimpia (en la primera edición de los Olímpicos modernos, en Atenas 1896, participó en barras paralelas el griego Dimitrios Loundras, de 10 años de edad). Disfruta “los marinos juegos de Neptuno, de Argo y de sus remeros”, las disputas para honrar a la “ecuestre Minerva” (diosa de las técnicas de guerra) y la ilustre Maratona. De ahí surgen loas para Ergóteles de Himera, vencedor en la carrera larga y del que, según Píndaro, “depende la violenta guerra”.

Todos dejaban sus estandartes clavados en el “sangriento campo”, mientras se iban los días, se esfumaba “el breve placer del atleta que feliz combate”, se elevaba el espíritu de los que habían alcanzado la inmortalidad. Luego los contrincantes, victoriosos y derrotados, volvían a los frentes de batalla. ¿Hemos mejorado?

*Píndaro, vencido en cinco olimpiadas de poesía, falleció de muerte natural en el 438 antes de Cristo y su galardón fue una estatua de bronce y el título de “príncipe de los poetas líricos”.