Cuando Eliana Marcela Rendón finalmente pudo visitar a su abuela, que había pasado cuatro semanas en un hospital de Long Island, un miembro del personal médico la recibió en el vestíbulo para preguntarle si la paciente de 74 años tenía una canción favorita. Después de llamar a familiares, Rendón pidió varias canciones religiosas en español: “Sumérgeme”, “Cristo, yo te amo” y “Cuando levanto mis manos”.

Después los llevaron a ella y a su esposo, Edilson Valencia, a una unidad de cuidados intensivos de coronavirus en el Hospital Universitario North Shore la mañana del 19 de abril. “Haznos un milagro, Señor”, rezaba Rendón mientras la pareja esperaba el ascensor. “Por favor, no te lleves a mi abuela”.

Carmen Evelia Toro, su abuela, que vivía con la pareja en Queens, se había enfermado a mediados de marzo después de regresar de una reunión familiar en Colombia. Desde entonces, sus familiares allá y en Estados Unidos habían organizado sesiones de oración en línea por las noches, cada una con una temática distinta: fe, gratitud, paciencia, piedad, obediencia, amor, fidelidad. Una noche antes de que Rendón fuera al hospital, el tema eran los milagros.

En semanas recientes, muchas familias como la de Rendón han enfrentado decisiones muy difíciles sobre seres queridos cuyas vidas han quedado en peligro debido al coronavirus. Con pocas excepciones, esas decisiones han sido aún más devastadoras porque han tenido que tomarse desde lejos: los hospitales de Nueva York han prohibido la mayoría de las visitas por miedo a que haya más contagios.

Tras una estancia de dos semanas en el hospital, a principios de abril, los médicos conectaron a Toro a un respirador después de que se desplomaron sus niveles de oxígeno. Para entonces, Northwell Health, un sistema hospitalario de Nueva York que incluye a North Shore, había tratado a casi 5700 pacientes con COVID-19, la enfermedad provocada por el virus, de acuerdo con un estudio reciente. Más de 3000 seguían hospitalizados; 553 habían muerto.

Más de 800, como Toro, seguían conectados a respiradores. Muchos médicos en hospitales muy afectados se han mostrado preocupados de que una cantidad importante de pacientes enfermos de gravedad de COVID-19 haya entrado a un estado crítico en el que sus pulmones no mejoran.

“¿Qué haremos con esas personas? ¿Adónde irán? ¿Mejorarán?”, preguntó Mangala Narasimhan, directora regional de cuidados intensivos de Northwell. Dado el entendimiento limitado de la nueva enfermedad, los médicos no están de acuerdo acerca de cómo cuidar a los pacientes que quizá sobrevivan con tratamientos prolongados, pero podrían sufrir enfermedades crónicas o tener problemas médicos graves y duraderos.

Tres días antes de que Rendón llegara al hospital, varios familiares se unieron a lo que un médico, Eric Gottesman, director de la unidad de cuidados intensivos, describió como una llamada para hablar de “objetivos de cuidado”. Toro estaba sedada y no sentía dolor, les aseguró Gottesman. Sin embargo, después de estar conectada a un respirador artificial durante dos semanas, dijo, tenían problemas para aplicar la ventilación mecánica y sacar los gases que evacúa el cuerpo.

El pilar de su familia

En el viaje de regreso a Colombia a finales de febrero, Toro se quedó en una casa rentada con casi dos decenas más de familiares que ahora viven en Estados Unidos. Fueron a caminar al cerro, asistieron a un “baby shower” y visitaron la tumba del hijo mayor de Toro, quien murió hace dos años, de acuerdo con los familiares.

Toro, Rendón y Matías, su hijo de 18 meses, regresaron a Nueva York el 8 de marzo. Poco después, Matías tuvo síntomas como escurrimiento nasal y diarrea. La siguiente semana, Toro se sentía mal, dejó de tener apetito y se sentía cansada debido a lo que creyó que era un resfriado persistente. Mientras limpiaba el departamento con cloro, Rendón comentó que no podía oler ni degustar el salmón que había cocinado, síntomas comunes del coronavirus.

Para Toro, que tenía siete hijos y más de una decena de nietos, estar enferma era inusual. Tomaba medicamento para la presión alta, un latido cardíaco acelerado e hipotiroidismo, pero se mantenía estable.

Hacía ejercicio con un juego de pesas, viajó a Colombia varias veces el año pasado y fue a nadar a los Cayos de Florida. Tenía mucha energía, subía rápidamente las escaleras para llegar a su departamento en un tercer piso en Queens y preparaba la comida tan rápido que la llamaban la Abuela Cohete.

De niña, era pobre en Colombia, limpiaba casas y lavaba la ropa para ayudar a su madre viuda a criar a sus doce hermanos. Su suerte cambió cuando se casó con un veterinario, y la familia tuvo una casa grande con mucha comida. Sin embargo, su esposo se fue y Toro abrió una pequeña tienda de productos agrícolas para mantener a sus hijos más jóvenes y a ella misma. Después ayudó a criar a la mayoría de sus nietos, incluyendo a Rendón y los consentía dándoles dulces de la tienda.

Hace casi una década, Toro siguió a su hija mayor, Martha Jaramillo, a Cabo Coral, Florida. Ayudó a cuidar a la suegra de Jaramillo, que sufre de demencia, hasta que la llevaron a un centro de vida asistida.

Después de eso, Toro se quejó con Jaramillo: “Ya no tengo a nadie que necesite mi ayuda”. Pero después, el embarazo de Rendón fue una oportunidad perfecta para seguir ayudando. La abuela se fue al norte del país.

En el pequeño departamento de Rendón en Queens, la cama y las pertenencias de Toro estaban acomodadas detrás de una cortina en la sala. Cuidaba a Matías mientras Rendón trabajaba supervisando accesorios en un almacén de Oscar de la Renta y su esposo retiraba pintura de plomo en el metro de Nueva York. Toro alimentaba al pequeño, gateaba en el piso con él, lo llevaba al parque y lo cargaba para asomarse por la ventana una y otra vez con el fin de compartir su alegría al ver pasar el tren ligero.

Tres veces a la semana, iba a la vuelta de la esquina para orar en la iglesia Lluvias de Gracia. Le gustaba decir que todas sus pertenencias cabían en una maleta, lo cual le permitía mudarse fácilmente con distintos familiares, recordaron. El dinero no le importaba. “Dios primero y todo lo demás después”, les decía a sus familiares.

En cuestión de días desde que aparecieron sus primeros síntomas, empeoró la salud de Toro. No quería ir al hospital porque temía contagiarse del virus, dijeron sus familiares. Sin embargo, Rendón, de 32 años, y su esposo, de 48, insistieron en que fuera y llamaron a su médico, cuyo consultorio estaba cerrado; la llevaron a una unidad de urgencias, donde le recetaron antibióticos; y después al Centro Médico del Hospital Jamaica. La enviaron a casa porque no tenía fiebre.

El 19 de marzo, comenzó a tenerla. “Me siento muy débil, querida”, le dijo a su nieta.

La siguiente tarde, Rendón y su esposo llevaron en auto a la abuela al Hospital North Shore, al otro lado de la frontera de Queens. La hija de Valencia, de 16 años, trató de reunirse con Toro, que solo hablaba español, para traducir, pero no le permitieron entrar a la sala de emergencias. Los tres esperaron en el estacionamiento desde las cinco de la tarde hasta casi las cuatro de la mañana, manteniéndose en contacto con Toro por teléfono.

La internaron en el hospital y su familia se enteró de que había dado positivo en una prueba de coronavirus el 22 de marzo. Sin embargo, durante una llamada, le dijo a su nieta que no creía estar contagiada. “Dios no permitirá que ese virus me contagie, pero la gente viene toda cubierta a verme”, comentó.

Conversaciones urgentes

Hasta donde sabe su familia o según muestra la revisión de su historial médico por parte de uno de sus doctores, a Toro no le preguntaron qué alternativas prefería en caso de que su estado empeorara. La familia no había hablado de las decisiones que quizá debieran tomarse más adelante, según dijeron varios familiares, porque en un principio creyeron que se recuperaría.

El 2 de abril, casi dos semanas después de haber llegado al hospital, los niveles de oxígeno de Toro cayeron a un 85 por ciento —lo normal es que ronden el noventa por ciento— y le costaba más trabajo respirar, de acuerdo con los registros médicos que revisó Gottesman. El equipo médico la puso bocabajo, una técnica conocida como decúbito prono que a veces mejora los niveles de oxígeno en las personas con COVID-19. Sin embargo, los niveles en su sangre cayeron aún más, a un 75 por ciento, y después al 60, así que la pusieron bocarriba.

Un anestesiólogo colocó un tubo de respiración en su vía respiratoria y la trasladaron a la unidad de cuidados intensivos. Los médicos creían que había desarrollado un síndrome de dificultad respiratoria aguda, o SDRA, y que había llegado a una etapa grave, comentó Gottesman.

Sus familiares habían notado que Rendón, hispanohablante, se sentía abrumada por las llamadas de los médicos y molesta de no poder visitarla. “Nos sentimos impotentes porque queremos estar con ella en estos momentos”, dijo Rendón más tarde.

Así que su tía, Jaramillo, se encargó de la toma de decisiones tras consultar a sus hermanos. Esteban, su esposo, que habla inglés, coordinó las llamadas entre ella y el equipo médico alternante que cuidaba a Toro y a menudo ayudaba a traducir para la familia.

Tres días después de que Toro llegó a la unidad de cuidados intensivos, un médico residente les explicó a sus familiares que había tenido un “avance negativo” y que su estado de ventilación había empeorado. Tras la llamada, se colocó en su historial una orden de no reanimar. Sin embargo, Martha Jaramillo aún no estaba lista para que iniciaran lo que el médico llamó cuidados paliativos.

Esteban Jaramillo, instructor del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales Subalternos de la Reserva, se mostró frustrado por lo que parecía una falta de claridad en las llamadas con los médicos. ¿Qué eran los cuidados paliativos? Se enteró de que eso implicaba desconectar el respirador y que un miembro de la familia la visitara para despedirse. ¿Cuánto tiempo le dan normalmente a alguien conectado a un respirador para que mejore? Recordó que le dijeron dos semanas.

Lo más importante era saber qué probabilidades de mejorar tenía su suegra. Un médico le dijo que ni siquiera estaba seguro de que Toro pudiera sobrevivir esa noche. Debido a ese temor, Esteban Jaramillo rápidamente organizó una videollamada grupal con un pastor, la familia y Toro para despedirse de ella.

Rendón se sentó con la Biblia desgastada de su abuela y observó a Toro desde su computadora portátil; medicada y dormida, respiraba rítmicamente con un tubo en la boca. Los familiares tomaron turnos para orar y hablar con Toro. Con lágrimas en los ojos, le decían cuánto la amaban.

Al final de la llamada de casi una hora el 6 de abril, la familia le agradeció a la trabajadora social que los había conectado, Elisa Vicari, quien estaba usando un cubrebocas doble, una careta y antiparras. No todos los trabajadores sociales se sentían cómodos de entrar a las habitaciones de los pacientes con coronavirus. Pero Vicari, de 33 años, venía en sus días de descanso para ayudar a que los familiares se despidieran por videollamada, momentos que en aquellos días ocurrían casi a diario.

“Es solo un poco de lo que necesitan estas familias”, dijo Vicari más tarde. “Puedes escuchar el dolor y la tristeza en sus voces”.

Gottesman y sus colegas continuaron con tratamientos que creían que podrían ayudar a Toro. Habían probado la cloroquina, el medicamento contra la malaria, así como el anakinra, que generalmente se receta para tratar la artritis reumatoide. Los médicos introdujeron una sonda con cámara por su vía respiratoria dos veces, sin tener éxito, para ver si había bloqueos que pudieran explicar por qué era tan difícil oxigenarla.

Después trajeron al equipo de cuidados paliativos, especializado en la comodidad y los asuntos del fin de la vida. Uno de sus médicos habló con la familia el día en que tuvieron la videollamada para “ayudarlos con la difícil toma de decisiones”, decía una nota en su historial.

La enfermedad de Toro solo afectaba sus pulmones —“todas las demás partes de su cuerpo funcionaban”, dijo Gottesman después— pero sus pulmones no estaban mejorando.

‘Una última esperanza’

El 16 de abril, diez días después, Gottesman y Vicari se reunieron en una oficina de la unidad de cuidados intensivos para la videollamada de “objetivos de cuidado” con la familia de Toro.

Cuando se preparaban para la llamada, Gottesman le dijo a un reportero: “Le daré una última esperanza”. Había sometido a Toro a un tratamiento de tres días con dosis altas de esteroides para tratar de ayudar a sus pulmones. Si eso no funciona, acordaron él y sus colegas, debemos desconectar el respirador. “Si le va bien, genial. Pero si no, también la ayudaremos en la etapa final”.

Finalmente, comenzó la llamada, y se unieron los familiares de Toro en Estados Unidos y Colombia. “Estamos viviendo una situación complicada”, les dijo Gottesman. “Sin importar qué ocurra, ya no será una mujer independiente”. Vicari preguntó si Toro les había dicho cuáles eran sus deseos, y la hija menor de Toro respondió, con voz entrecortada mientras hablaba con la ayuda de un intérprete.

“Una vez me dijo que quería dormir y que su corazón solo dejara de latir”, comentó Andrea Rendón, y agregó que su madre le había dicho: “Quiero morir antes de ser una carga para ustedes y que me vean enferma en una cama”.

Jaramillo, la hermana mayor de Andrea Rendón, agregó que su madre había tenido una conversación similar con ella y dijo que le había pedido a Dios que no la dejara en una cama sufriendo durante mucho tiempo.

El médico y la trabajadora social voltearon a verse y asintieron. “Suena a que Carmen y el resto de la familia son muy espirituales y tienen mucha fe en Dios”, dijo Gottesman.

El médico propuso terminar el tratamiento de tres días con esteroides. Si no funcionaba, como lo sospechaba, dijo, “creo que deberíamos hacer lo que creo que es médicamente correcto y también suena a los deseos de Carmen y lo que el resto de la familia querría, es decir, quitarle el respirador pero asegurarnos de que no sienta dolor, que esté muy cómoda y que muera rápidamente pero con calma y tranquilidad”.

La voz de Jaramillo se quebró al preguntar: “¿No hay nada más que se pueda hacer por ella?”.

Gottesman respondió: “Hemos intentado todo lo posible”.

Otra hija preguntó qué tan dependiente del oxígeno sería su madre en caso de sobrevivir.

“Si lo logra, probablemente necesite oxígeno”, comentó Gottesman. “No podría respirar bien por sí misma. Si puede caminar, lo cual tendría que verse por todo el tiempo que ha estado en cama, necesitaría mucha rehabilitación. Y, si puede caminar, sus pulmones no le permitirían caminar mucho porque le faltaría el aliento y básicamente tendría una discapacidad pulmonar”.

‘Abre los ojos’

Ese domingo, 19 de abril, Gottesman llevó a Eliana Marcela Rendón y a su esposo a la unidad de cuidados intensivos. “Será un poco aterrador”, advirtió. “Todos están conectados a respiradores en esta zona”.

Llevaron a Eliana Marcela Rendón y a su esposo a la ventana del pasillo de la habitación de su abuela. “Eres la persona más noble y humilde que he conocido en mi vida”, dijo, hablando a través del cristal. “Abre tus ojos, mi reina. Abre los ojos”.

El equipo médico bloqueó la ventana y desconectó el respirador mientras les ayudaban a Eliana Marcela Rendón y a su esposo a ponerse trajes hospitalarios. Prepararon la música religiosa en español en una tableta para ayudar a que Toro “tuviera una transición sin problemas”, dijo un miembro del personal.

La trabajadora social, Vicari, hizo una llamada en Zoom a otros familiares y entró a la habitación con Eliana Marcela Rendón, su esposo, Gottesman y una enfermera.

Toro estaba respirando, pero se encontraba inconsciente, después de haber recibido morfina, un sedante y el medicamento anestésico ketamina. Gottesman no había planeado darle oxígeno con mascarilla ni un tubo nasal porque estaba sedada y no creía que lo necesitara para estar cómoda. Sin embargo, la nieta lo pidió, creyendo que ayudaría a mantenerla viva.

Un coro de voces sonaba en las bocinas de la tableta para saludarla y le decían lo hermosa que era, además de agradecerle y expresarle su amor.

Eliana Marcela Rendón le rogaba a Dios que su abuela viviera, aunque eso implicara cuidarla con un respirador. Le habló a Toro y le recordó lo feliz que estaba de que llegara la primavera para llevar a Matías a disfrutarla. “Las flores están comenzando a abrirse”, dijo. “Levántate, por fin llegó la primavera”.

Con el cubrebocas, Eliana Marcela Rendón se inclinó y besó a su abuela en la frente. Después acarició su rostro y sus brazos, y la tomó de las manos. Caminó hasta el otro extremo de la cama, quitó las sábanas y besó sus pies.

Mientras las voces comenzaban a orar, la respiración de Toro se ralentizó y, después de casi una hora, se detuvo.

Eliana Marcela Rendón se quedó al lado de su abuela, llena de dolor, hasta que el equipo delicadamente le dijo que era hora de irse.