El mandato de Cristina Fernández de Kirchner está llegando a su desenlace. Fueron ocho años al frente de la Casa Rosada. Y todavía es prematuro hablar del fin de un ciclo porque nadie, a ciencia cierta, sabe qué rumbo tomará el nuevo gobierno si, como indican las principales encuestadoras, Daniel Scioli gana las elecciones el domingo —o, en su defecto, en el balotaje— y asume el poder el 10 de diciembre. Muchos argentinos creen que el gobernador de la provincia de Buenos Aires y candidato del Frente para la Victoria será la cara visible de la presidenta. Otros, sobre todo aquellos que conocen muy bien a este dirigente peronista de 58 años, aseguran que tendrá vuelo propio y que la dama más popular no será una sombra, sino una referencia en la continuidad del modelo.

Scioli es el candidato K, más allá de que no pertenece al círculo íntimo de Cristina y a pesar de haber sido vicepresidente de la Nación durante la presidencia de Néstor Kirchner. Es un peronista puro, despojado del fundamentalismo kirchnerista, aunque comulga con la política de Estado, está claro. Y los más duros opositores son Mauricio Macri, alcalde de la ciudad de Buenos Aires, y Sergio Massa, quien fue jefe de Gabinete en el primer mandato de la presidenta pero se estacionó en la vereda de enfrente desde la intendencia de Tigre. Lo que tendrá por delante aquel que se imponga en las urnas será un país cimentado en una estructura muy presionada a nivel económico, con una brecha cada vez más amplia entre ricos y pobres, convulsionada socialmente y dividida por el antagonismo que provoca el discurso netamente confrontador de la mujer a cargo del Poder Ejecutivo.

¿Qué dejará el kirchnerismo después de 4.380 días al frente de esta República? Hay que separar el primer tramo de esos doce años, el que condujo Kirchner, a fin de cuentas el impulsor del cambio en el momento más vulnerable desde el regreso de la democracia, cuando Argentina colapsó durante la debacle social que terminó con el gobierno de Fernando de la Rúa, quien huyó en helicóptero de la Casa Rosada, tal vez una de las imágenes más tristes que se recuerden de un presidente de la Nación. Desde la crisis se hizo fuerte Néstor.

Le dio impulso a la industria y, beneficiado por los altos precios de la materia prima, especialmente de la soya, logró triplicar las reservas del Banco Central y cuadruplicó el Producto Interno Bruto (PBI), en detrimento de los agropecuarios, quienes sufrieron fuertes pérdidas por las retenciones, obligados a liquidar sus divisas en el país bajo un estricto control gubernamental. Y se hizo un especial hincapié en la política de derechos humanos, encontrando una gran aceptación popular en los argentinos. Anuló las leyes del perdón que les garantizaban inmunidad a los acusados de crímenes de lesa humanidad, logró que la Corte Suprema de Justicia anulara los indultos para los jerarcas militares de la dictadura y los sometió a juicio oral.

Fueron prósperos los primeros años del kirchnerismo, sobre todo teniendo en cuenta que el país estaba desahuciado. Y llegó el turno de Cristina en el sillón de la Casa Rosada, con su marido entre bambalinas, a esa altura ya transformado en un dirigente con peso específico, casi referencial en el peronismo. El cambio de mando fue un paso atrás. A pesar de que Fernández de Kirchner acentuó la “cacería” de los militares y les dio prioridad a los derechos de algunas minorías, en materia económica produjo cimbronazos. A partir de 2007, el año en que Cristina sucedió a su esposo, comenzó un proceso inflacionario que hasta hoy creció exponencialmente y hace de la Argentina el país con mayor alza de precios de la región en la última década. La estratégica intervención del Indec (Instituto Nacional de Estadísticas y Censos) tuvo como meta tergiversar los números. Mientras los datos oficiales marcaban una inflación del 10%, en los últimos años se mantuvo en un promedio oscilante del 25 al 35%.

De acuerdo con este polémico organismo, Argentina es el país que más redujo la pobreza en la región, mientras que los estudios privados muestran lo contrario. Sin ir más lejos, la Universidad Católica publicó en julio que aumentó la cantidad de pobres e indigentes en 28,7%.

Hoy, de 43 millones de argentinos, 12,3 millones viven debajo de la línea de la pobreza y 6,4 son indigentes. El deterioro se produjo a pesar de la implementación de los planes sociales para los hogares con menos recursos: Asignación Universal por Hijo, Plan Trabajar, Procrear y Argentina Trabaja. Todos gracias al aporte de los fondos del Anses (Administración Nacional de Seguridad Social), la caja afluente del Estado, que se alimenta de los aportes de los trabajadores en relación de dependencia y provocó el clientelismo político de los que, pensando en su bolsillo endeble, son carne del voto cautivo.

Y el dólar es uno de los actores fundamentales. Los números rojos produjeron la depreciación del peso y entre 2008 y 2012 hubo una fuga de capitales cercana a los US$60 millones. Entonces, el Gobierno no se permitió oficializar una devaluación y le puso un cepo a la libre compra de divisas, una medida similar a la de Venezuela de Hugo Chávez, principal aliado estratégico de los Kirchner.

Las restricciones cambiarias afectaron fundamentalmente a la clase media argentina, que perdió capacidad de ahorro, y limitaron su acceso a monedas extranjeras a la hora de viajar al exterior. Al mismo tiempo nació el dólar paralelo, que duplicó el valor del oficial. También se limitaron las importaciones, que durante los primeros ocho años del kirchnerismo habían tenido un crecimiento del 500%. En cambio, hay algunas medidas valoradas a nivel nacional. La nacionalización de YPF, cuyo dueño era la petrolera española Repsol, y la renovación de Aerolíneas Argentinas, más allá de que actualmente es una compañía deficitaria.

Hay una preocupación latente, más allá de la estrictamente económica. Un tercio de los argentinos fueron víctimas de la inseguridad en el último año. Bajo el lema “divide y reinarás”, la presidenta agitó la discusión política, que había quedado dormida por la dictadura. La sociedad está polarizada. Para algunos, Cristina es arrogante, soberbia e intolerante. Para otros, una guerrera. El kirchnerismo produjo una grieta entre los argentinos. Una suerte de “estás de un lado o del otro”, casi sin matices. Y encontró entre los más jóvenes una profunda militancia. También, según su visión, enemigos en los medios. El Grupo Clarín es uno de sus principales rivales desde 2008, cuando apoyó la pelea del campo. La mandataria contestó con la Ley de Medios, que buscó limitar la proliferación de radios, diarios y canales de televisión para desarmar a sus opositores. No obstante, con la pauta del Estado como bandera, domina la escena. También, las encuestas que le allanan el camino a Scioli.