“Le pegaron a uno, vengan”, texteó uno de los jugadores de rugby en un grupo de WhatsApp. Puede que sus dedos se deslizaran rápido por la pantalla táctil. Mucha prisa. Poco tiempo. “Enviar mensaje”.

Ciro Pertossi envió la frase al grupo que tenía con sus amigos. Había visto el inicio de la pelea en la pista de baile de la discoteca Le Brique. Un negro, dentro del recinto, había retado a uno de sus compañeros, a uno de sus hermanos. ¿Cómo un cheto (un imbécil) se atrevía a hacer semejante cosa? Ellos eran rugbiers y creían que estaban por encima de todo y de todos.

Las notificaciones del grupo “Los del boca 3″ empezaron a sonar. Ya estaban todos enterados. Había que vengar esa afrenta. Los jugadores se organizaron: ya sabían cuál sería su próxima jugada, esta vez sin el balón.

Así empezó la noche de horror del 18 de enero de 2020 en un bar de Dolores, en la provincia de Buenos Aires (Argentina). Todos los mensajes que ocho jóvenes se cruzaron, durante varias horas, quedaron en evidencia en una investigación judicial que busca establecer quiénes fueron los asesinos de Fernando Báez Sosa.

En los mensajes quedó la cronología del homicidio. Al percatarse de la pelea, los guardias de seguridad de Le Brique sacaron del cuello a varios de los asistentes. En la mitad de la fiesta, estaba prohibido pelear dentro del establecimiento. Máximo Thomsen era uno de ellos. Fernando Báez Sosa era otro. Era el negro.

Los jugadores de rugby se reunieron en la acera frente a la discoteca. No en el pavimento grisáceo que se encuentra cuando se cruza la puerta de salida de la discoteca, sino pasando la calle, donde había automóviles y árboles que pudieran camuflarlos. Su ataque debía ser fugaz. Efectivo. Inteligente. Toda una ofensiva relámpago.

En lugar de irse, los rugbiers esperaron. El “negro” tendría que salir en algún momento. No podía quedarse a acampar en Le Brique. Y junto con él, todos sus amigos sufrirían la misma paliza. Aguardaron cuatro minutos. Sigilosos. Como quien no quiere la cosa.

Hasta que al fin salió Báez. Detrás iban varios de sus amigos. Algunos risueños y otros alterados por lo que pasó dentro de la discoteca. Lo dejaron pasar. Fernando Báez Sosa iba a comerse un helado cerca del lugar cuando la estampida llegó. Los jugadores “atacaron por detrás, de frente y por el costado” por 60 segundos, explicó el fiscal Javier Laborde.

Así comenzaba el séptimo día de audiencias por el asesinato de Fernando Báez Sosa. Esa fue la narración de cómo, en 60 segundos, ocho deportistas habrían perpetrado el ataque que terminó en la muerte de Báez en plena vía pública de Dolores.

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El fiscal Javier Laborde empezó a explicar la evidencia. Gordinflón, de barba medio negra y medio gris. Ya sabía que no iba a ser el protagonista de la jornada. Los reflectores estaban sobre los chats y los audios de WhatsApp que se les confiscó a los rugbiers. La evidencia que, más que arrepentirse, los jugadores celebraban que habían “recagado a palos” a Fernando.

Laborde solo era un simple expositor en el Tribunal. Los mensajes de los rugbiers esa noche fueron los protagonistas

“Le dimos vida un buen rato”, texteó Blas Cinalli, uno de los imputados.

Les contaba a todos los miembros del grupo de mensajería su hazaña. Digna de un trofeo para colocar en las repisas de casa, en el mismo lugar donde guarda las copas que ganó jugando al rugby. Aún no sabía qué tanto habían calado sus patadas en el cuerpo de Fernando.

“Vamos al centro a premiar (festejar)”, dijo uno de ellos.

Y luego de acordar entre todos un sitio para homenajear sus actos, se dirigieron al McDonald´s más cercano. Comieron hamburguesas, bebieron gaseosas. Y sus manos, que hacía pocas horas impactaban contra los pómulos de un desconocido, vertían aderezos en la comida. Seguían sin saber que el negro estaba muerto. Y cualquiera se preguntaría, ¿cambiaría en algo su actitud?

¿Qué se supone que debería hacer una persona luego de atacar a otra? ¿Qué deberían hacer ocho personas después de golpear a otra persona?

“Amigo, estoy acá”, mensajeó Lucas Pertossi a las 4:55 a.m. Pertossi se había acercado a las afueras de Le Brique.

“Están todos a los gritos. Llamaron a la ambulancia”, se preocupó Pertossi. Algo no andaba bien. En el epicentro de la fiesta, los gritos eran normales. Pero, ¿por qué las ambulancias?

“Caducó”. Y Lucas Pertossi dejó de mensajear.

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Todos estaban enterados ya. ¿O habría sido una jugarreta de Pertossi? Los rugbiers no dijeron nada en varios minutos. El grupo de WhatsApp era solo un baúl de mensajes viejos. Ni un mensaje, ni una foto. Solo una pantalla mostrando un chat estático.

Blas Cinalli seguía pegado al celular. Mensajes iban, mensajes venían. Puede que más allá de ser rugbier, Cinalli tuviera una oculta pasión por las noticias.

En otro grupo de WhatsApp, Blas Cinalli escribió con sarcasmo. Los miembros de “El Club del Azote” recibieron una nueva notificación. Eran las 5:15 a.m. “Amigos […] creo que matamos a uno […] Todo Gesell está hablando de eso”.

A los pocos minutos, uno de los miembros del grupo mostró su preocupación. Cinalli era capaz de “moler a palos” a cualquiera, pero ¿jugar con la muerte de alguien? Eso no era digno de un rugbier.

– “¿Me están diciendo que mataron a uno?”, preguntó un miembro de El Club de los Azotes.

– “Yo solo quiero tomar vino y fumar flores”, contestó Cinalli.

***

La mañana ya llegaba a Dolores. Se asomaba por la playa, y en pocas horas, alumbraría toda la ciudad. Y un nuevo mensaje llegó al grupo de los rugbiers. Era un texto corto. Ambiguo. Discreto.

“Chicos, no se cuenta nada de esto a nadie”. Y así se selló el pacto de silencio, dice la Fiscalía.

Allí terminó la conversación. Y allí terminó el séptimo día del juicio.

Los asistentes del Tribunal mostraban asombro y repugnancia. Al borde de la sala de audiencias, Graciela Sosa, la mamá de Fernando, miraba un punto fijo. Pensativa. Adolorida. De vez en cuando dirigía sus pupilas hacia las manos de los rugbiers. Horas más tarde, cuando se le preguntó qué sintió en una audiencia “tan emotiva”, Graciela explicó que observaba detenidamente las manos de los jugadores, porque fue con esas armas con las que se le quitó la vida a su hijo.

Los medios argentinos siguieron preguntándole a Graciela qué sintió. Y mientras su garganta luchaba una disputa entre hablar o llorar, la madre recordó que exactamente hace tres años, fue la última vez que abrazó a Fernando Báez Sosa.

La audiencia continuará este miércoles con los testimonios de los forenses y los miembros de la Policía Científica. Se espera que el 31 de enero haya un veredicto por los cargos de “homicidio doblemente culposo con alevosía” de parte de los rugbiers.