A principios del año 2000, cuandoVladimir Putin llegó a la presidencia interina de Rusia, fui la primera alta funcionaria estadounidense en reunirse con él. En ese momento, al interior del gobierno de Bill Clinton, no sabíamos mucho de él, solo que había comenzado su carrera en la KGB, la agencia de inteligencia soviética. Esperaba que la reunión me ayudara a tomar la medida del hombre y evaluar lo que su ascenso repentino podría significar para las relaciones entre Estados Unidosy Rusia, que se habían deteriorado en medio de la guerra en Chechenia. Sentada frente a él en una pequeña mesa en el Kremlin, me llamó la atención de inmediato el contraste entre Putin y su predecesor grandilocuente, Boris Yeltsin.

Mientras que Yeltsin había embelesado, alardeado y halagado, Putin habló sin emociones y sin notas sobre su determinación de reanimar la economía de Rusia y sofocar a los rebeldes chechenos. Durante el vuelo de regreso a casa, registré mis impresiones. “Putin es pequeño y pálido”, escribí, “tan frío que parece casi un reptil”. Dijo entender por qué el Muro de Berlín tuvo que caer, pero no esperaba que toda la Unión Soviética se derrumbara. “Putin está avergonzado por lo que le pasó a su país y está decidido a restaurar su grandeza”.

En estos meses, mientras Putin ha concentrado tropas en la frontera con la vecina Ucrania, he recordado ese encuentro de casi tres horas. Después de que en un extraño discurso televisado dijera que la condición de Estado de Ucrania era una ficción, emitió un decreto en el que reconocía la independencia de dos regiones controladas por separatistas en Ucrania y envió tropas allí.

La aseveración revisionista y absurda de Putin de que Ucrania fue “completamente creada por Rusia” y robada del Imperio ruso coincide con su cosmovisión distorsionada. Lo más inquietante para mí: su intento de crear el pretexto para una invasión a gran escala. Si lo hace, será un error histórico.

En los más de 20 años que han pasado desde que nos reunimos, Putin ha establecido su trayectoria al abandonar el desarrollo democrático por el manual de Stalin. Él ha acumulado el poder político y económico al cooptar o aplastar a sus potenciales competidores, mientras presiona para restablecer una esfera de dominio ruso en zonas de la antigua Unión Soviética. Como otras figuras autoritarias, equipara su bienestar con el de la nación y a la oposición con la traición. Está seguro de que los estadounidenses comparten su cinismo y su ansia de poder y que, en un mundo en el que todo el mundo miente, no tiene la obligación de decir la verdad. Como cree que Estados Unidos domina su propia región por la fuerza, cree que Rusia tiene el mismo derecho.

Durante años, Putin ha buscado refinar la reputación internacional de su país, expandir el poderío militar y económico de Rusia, debilitar a la OTAN y dividir a Europa (mientras abre una brecha entre esta y Estados Unidos). Ucrania figura en todo eso.

En lugar de allanar el camino de Rusia hacia la grandeza, invadir Ucrania aseguraría la ignominia de Putin al dejar a su país diplomáticamente aislado, económicamente limitado y estratégicamente vulnerable frente a una alianza occidental más fuerte y unida. Ya inició ese camino al anunciar el lunes su decisión de reconocer los dos enclaves separatistas en Ucrania y enviar tropas rusas como “pacificadores”. Ahora él ha exigido que se reconozca el reclamo de Rusia sobre Crimea y deponga sus armas avanzadas.

Las acciones de Putin han desencadenado sanciones masivas, con más por venir si lanza un ataque a gran escala e intenta tomar todo el país. Estas medidas devastarían no solo a la economía de su país, sino también a su estrecho círculo de cómplices corruptos, quienes podrían desafiar su liderazgo. Lo que seguramente será una guerra sangrienta y catastrófica agotará los recursos rusos y costará vidas rusas, al tiempo que creará un incentivo urgente para que Europa reduzca su peligrosa dependencia de la energía rusa. (Eso ya comenzó con la decisión de Alemania de detener la certificación del gasoducto de gas natural Nord Stream 2).

Es casi seguro que ese acto de agresión llevaría a la OTAN a reforzar considerablemente su frente oriental y a considerar ubicar fuerzas de manera permanente en los Estados bálticos, Polonia y Rumania. (El presidente estadounidense, Joe Biden, dijo el martes que trasladaría más tropas a los países bálticos). Y generaría una feroz resistencia armada de parte de Ucrania con un fuerte apoyo de Occidente. En Estados Unidos ya está en marcha un esfuerzo bipartidista para elaborar una respuesta legislativa que incluiría la intensificación de la ayuda mortífera a Ucrania. Ese escenario sería muy distinto de la anexión de Crimea por Rusia en 2014; sería uno que recordaría la desafortunada ocupación de la Unión Soviética a Afganistán en la década de 1980.

Biden y otros líderes occidentales han dejado esto muy claro en cada ronda de diplomacia furiosa. Pero incluso si Occidente de alguna manera logra disuadir a Putin de emprender una guerra total —algo que no es nada seguro en este momento— es importante recordar que su competencia preferida no es el ajedrez, como algunos suponen, sino el judo. Podemos esperar que persista en buscar una oportunidad para aumentar sus ventajas y atacar en el futuro. Dependerá de Estados Unidos y sus amigos negarle esa oportunidad al mantener un fuerte retroceso diplomático y aumentar el apoyo económico y militar a Ucrania.

Aunque Putin, según mi experiencia, nunca admitirá haber cometido un error, ha demostrado que puede ser paciente y pragmático. Con seguridad también está consiente de que la confrontación actual lo ha hecho aún más dependiente de China, y él sabe que Rusia no puede prosperar sin algunos lazos con Occidente. “Claro, me gusta la comida china. Es divertido usar palillos”, me dijo en nuestra primera reunión. “Pero esto es solo algo trivial. No es nuestra mentalidad, que es europea. Rusia tiene que ser firmemente parte de Occidente”.

Putin debe saber que a Rusia no le iría bien necesariamente, incluso con sus armas nucleares, en una segunda Guerra Fría. Se pueden encontrar aliados sólidos de Estados Unidos en casi todos los continentes. Mientras tanto, los amigos de Putin son personas como Bashar al Asad, Alexander Lukashenko y Kim Jong-un.

Si Putin se siente arrinconado, él es el único culpable. Como ha señalado Biden, Estados Unidos no tiene ningún deseo de desestabilizar o privar a Rusia de sus aspiraciones legítimas. Es por eso que el gobierno estadounidense y sus aliados se han ofrecido a entablar conversaciones con Moscú sobre una variedad amplia de temas de seguridad. Pero Estados Unidos debe insistir en que Rusia actúe de acuerdo con las normas internacionales que se aplican a todas las naciones.

A Putin y al líder de China, Xi Jinping, les gusta decir que ahora vivimos en un mundo multipolar. Eso es incuestionable, pero no significa que las potencias más grandes tengan derecho a dividir el mundo en esferas de influencia como lo hicieron los imperios coloniales hace siglos.

Ucrania tiene derecho a su soberanía, sin importar quiénes sean sus vecinos. En la era moderna, los países grandes lo aceptan, igual que Putin debe hacerlo. Ese es el mensaje que la reciente diplomacia occidental sustenta. Define la diferencia entre un mundo gobernado por el Estado de derecho y uno que no responde a ninguna regla.