Forzado por el voluntarioso desprecio ajeno, el escritor indio Salman Rushdie tuvo que mudar su domicilio 56 veces, a razón de una vez cada tres días, durante unos pocos meses. Tras la publicación de Los versos satánicos, en 1988, el entonces ayatola iraní Ruhollah Jomeini, que habría de morir nueve meses después, formuló una fatwa (ley islámica) en la que condenaba a muerte a Rushdie y a sus editores y traductores por blasfemar contra la fe islámica con ese libro. Han pasado 27 años y la orden se preserva: cualquier musulmán que tenga respeto por la autoridad del ayatola —y que sobre todo albergue un odio visceral por quien contradiga las enseñanzas del profeta Mahoma— deberá asesinar a Rushdie o entregarlo a autoridades capaces de hacerlo.

Para animarlos, un grupo de 40 medios oficiales reunió cerca de US$600.000 por la cabeza de Rushdie, una recompensa que se suma a otras del mismo corte. Una organización religiosa ya había ofrecido US$3,3 millones; la recompensa general por su cabeza supera los US$4 millones. Por eso, y porque los portavoces del islam en Irán perciben la blasfemia contra su dios como un pecado mortal, Rushdie ha tenido que esconderse como un ratón perseguido en la selva: cada año, por los tiempos en que los musulmanes van hasta La Meca, recibe una esquela que le recuerda que la sentencia sigue en pie.

Durante los primeros años, Rushdie tuvo que ser sometido a vigilancia por 24 horas en Inglaterra, donde encontró refugio. Los versos satánicos fue prohibido en Sri Lanka, Bangladesh, Sudán, África del Sur, y quienes pensaban antes de esa publicación que Rushdie sentía aversión por el islam, sólo confirmaron sus prejuicios con esta novela. Rushdie incomodaba, aunque lo suyo era el mero artificio de crear historias. Los versos satánicos no es un libro de ensayos ni tampoco una crítica política: es una historia de ficción. A pesar de que su historia tantas veces contada dé la impresión de que el libro es una formulación herética del islam —y en ese sentido es un punto de victoria para sus enemigos—, el libro de Rushdie es sobre todo una novela. Dividida en tres historias, Los versos satánicos despliega en su última parte el relato de un hombre, bautizado Mahoud, que crea una religión a través de la revelación divina. Poco a poco, en ese laboratorio de experimentos que es la religión, uno de sus seguidores se da cuenta de que cada precepto lanzado por Mahoud resulta conveniente, hecho por el hombre y no por el dios al que apela.

En esa figura final, los musulmanes —que habrían adquirido el hábito de odiar a Rushdie a pesar de nunca haber leído su libro— encontraron apostasía y falta de vergüenza. Sólo el título les presentaba ya una afrenta: se dice que Mahoma escribió una serie de versos, justamente calificados como versos satánicos, que fueron dictados por el diablo al hacerse pasar por Alá. Los designios de dichos versos, borrados del Corán, tenían una fuente demoniaca, contraria a la voluntad del gran dios. Rushdie también cometió la indecencia de nombrar a algunos de sus personajes como algunos caracteres históricos del islam: Saladino, héroes de las cruzadas islámicas, es aquí un demonio; las prostitutas de la ciudad de Jahilia responden a los nombres de las esposas de Mahoma.

Sin embargo, las autoridades musulmanas fallaron en su juicio: sometieron al escarnio a una obra cuyos personajes no existen y cuyas opiniones en realidad no se pueden atribuir a su autor, dado que un escritor crea personajes no para replicar su pensamiento, sino para entenderse con la imaginería de los otros. Pero Rushdie se dio cuenta de que había tocado demasiadas naturalezas sensibles y poco tiempo después pidió perdón y le rogó a su editorial que no publicaran ni tradujeran el texto. Ni la novela fue proscrita ni el perdón aceptado: el entonces ayatola Jomeini reafirmó la intención pública de ver muerto a Rushdie a pesar de que pidiera perdón. Se apoyaba, al parecer, en un verso del Corán: “Quienquiera que abuse del Mensajero de Dios será ejecutado, y su arrepentimiento no será aceptado”.

Rushdie sigue con vida y de hecho estuvo hace algún tiempo en Colombia. Las amenazas anuales que llegan a sus manos tienen ya el cariz de una promesa aplazada por siempre. Sin embargo, su sentencia se ha probado cierta: en 1991 el traductor de la obra al japonés, Hitoshi Igarashi, fue acuchillado hasta la muerte; William Nygaard, su editor en Noruega, se salvó después de que lo atacaran a balazos; su traductor al italiano, Ettore Capriolo, fue apuñalado y sobrevivió. Los meses siguientes a la publicación del libro, librerías en Estados Unidos y Gran Bretaña fueron objeto de la sevicia: explotaron bombas, sus dueños fueron amenazados. Todo en nombre de su dios.