Esa primera mañana, una guardia de las SS se quedó esperando a la entrada de la barraca.

—¡YA VIENE el doctor MENGELE! —gritó. Las super­visoras se veían nerviosas, inquietas por la llegada del gran hombre. Miriam y yo nos quedamos en posición de firmes sin atrevernos a movernos o a respirar siquiera.

El doctor Mengele entró a la barraca. Estaba elegantemen­te vestido con el uniforme de las SS y altas y brillantes botas negras de montar. Llevaba guantes blancos y un bastón de mando. Lo primero en que pensé fue en lo guapo que era, parecía estrella de cine. Caminó por la barraca contando a los gemelos en cada litera. Lo acompañaban ocho personas. Después nos enteramos de que eran el doctor König, una chica que se desempeñaba como intérprete y varios asistentes y guardias de las SS. Cuando realizaba las revisiones en la barracas, a Mengele siempre lo acompañaban por lo menos ocho personas.

El doctor se detuvo frente a las literas donde estaban los tres cadáveres y enfureció.

—¿Por qué dejaron que murieran estas niñas? —les gritó a los guardias y a la enfermera—.¡No puedo darme el lujo de perder ni un gemelo siquiera!

Nuestra enfermera y las supervisoras comenzaron a temblar.

El doctor Mengele siguió contando hasta que llegó adonde estábamos Miriam y yo. Se detuvo y se nos quedó viendo. Yo estaba petrificada. Luego continuó su recorrido. Las otras niñas nos dijeron que había estado en la plataforma de selec­ción el día anterior, cuando llegamos. Él era quien seleccio­naba a los prisioneros sacudiendo ligeramente su bastón de mando. Si te enviaban a la derecha significaba que irías a la cámara de gas; a la izquierda, al campo de concentración y los trabajos forzados.

Cuando Mengele salió de la barraca nos dieron nuestra ración de alimentos de la mañana. Miriam y yo bebimos el café falso a pesar de que sabía espantoso. Lo importante era que lo preparaban con agua hervida y, como nos ente­ramos poco después, eso significaba que era seguro y que no nos provocaría disentería, es decir, diarrea permanente.

Formadas en grupos de cinco marchamos de Birkenau a los laboratorios en Auschwitz. Entramos a un gran edificio de dos pisos construido con ladrillos. A Miriam y a mí nos forzaron a quitarnos los vestidos, la ropa interior y los zapa­tos. Había niños y niñas: veinte o treinta pares de gemelos. Al principio me conmocionó verlos.

Después me enteré de que los gemelos varones se quedaban en una barraca separada de la nuestra y que sus condiciones eran mejores. Los cuidaba un joven prisionero judío que había sido oficial del ejército checo. Se llamaba Zvi Spiegel y Mengele lo había elegido para supervisarlos.

Zvi intervenía para ayudar a los pequeños gemelos y convencía a Mengele de darles más comida y de mejorar sus condiciones de vida. El doctor debe de haber imaginado que eso los convertiría en mejores conejillos de Indias, y por eso Zvi, a quien tam­bién llamaban “el Papá de los Gemelos”, consolaba a los chi­cos y les enseñaba juegos para que mantuvieran sus mentes activas, así como algo de geografía y matemáticas. Durante el día les permitía jugar un poco con una pelota de futbol fabricada con un fardo de trapos para que su condición física no fuera tan mala. Asimismo, les hizo memorizar los nom­bres de los otros para hacerlos sentir humanos.

Nosotros no teníamos a nadie así en nuestra barraca, nadie que nos guiara y nos ayudara a forjar amistades. Yo nunca me acerqué a otra niña para preguntarle su nombre o decirle el mío. Todas estábamos solas, éramos únicamente gemelas con números tratando de sobrevivir. La única per­sona en la que yo tenía que pensar era Miriam.

Cuando estuvimos en aquel edificio de ladrillos miré al­rededor y noté que había algunos mellizos, pero casi todos eran gemelos idénticos como nosotras. Tiempo después me enteré de que el doctor Mengele quería descubrir el secreto de la concepción de los gemelos. Uno de los objetivos de sus experimentos era aprender a producir bebés rubios y de ojos azules, y multiplicarlos para aumentar la población alemana.

Hitler decía que los arios, es decir, los alemanes blancos, rubios con ojos azules, eran la “raza superior”, y que nosotros éramos sus conejillos de Indias. Para estudiar otras “anormalidades” naturales y tratar de averiguar cómo evitar la mutación genética, entre los sujetos de estudio de Mengele había enanos, gente con discapacidades y gente ro­maní (gitanos). Los enanos vivían en una barraca cercana a la nuestra y a veces los veíamos caminando por el campo de concentración.

Todos estábamos sentados en bancas, completamente des­nudos. Los niños también estaban ahí. Hacía mucho frío y no teníamos donde ocultarnos. Era vergonzoso estar sin ropa. Algunas niñas cruzaban las piernas y se cubrían con las manos, otras temblábamos de miedo mientras los guar­dias de las SS nos señalaban y se reían. Para mí, la desnudez era uno de los aspectos más deshumanizantes del campo de concentración.

El doctor Mengele entraba y salía para supervisar. Mien­tras tanto, otros doctores y enfermeras con batas blancas que eran reclusos o prisioneros como nosotras observaban y to­maban notas. Primero midieron mi cabeza con un instrumento llama­do calibrador, el cual estaba conformado por dos piezas de metal que presionaron contra mi cráneo y luego apretaron. El doctor le dijo los números a una asistente que estaba ano­tando todo en un expediente.

Nos midieron los lóbulos de las orejas, el puente de la nariz y los labios; y anotaron la anchura, la forma y el color de nuestros ojos. Usando una gráfica de colores de ojos, compa­raron la tonalidad del azul de los de Miriam con el azul de los míos. Midieron una y otra vez. Pasaron entre tres y cuatro horas midiendo una oreja. Cada vez que los doctores me medían, también medían a Miriam para ver en qué nos di­ferenciábamos y en qué éramos iguales. Un fotógrafo tomó fotografías y un dibujante hizo bocetos. Los técnicos de rayos X nos tomaron radiografías, cinco o seis en cada ocasión.

Luego nos hicieron preguntas y nos dieron órdenes. Un prisionero que hablaba húngaro y alemán fungió como in­térprete. Si yo hacía algo, Miriam también lo hacía.

—Cada vez que te sigo —susurró Miriam—, ellos apun­tan algo. Quieren ver cuál de las dos es la líder.

Por supuesto que yo era la líder, siempre lo había sido. El día anterior, cuando nos observaron en el centro de procesa­miento y vieron que me resistí a que me tatuaran, se dieron cuenta de que también era la que causaba dificultades. Estuvimos sentadas ahí entre seis y ocho horas, y yo odié cada segundo. Finalmente nos permitieron vestirnos y nos llevaron de regreso a la barraca para cenar: una mezquina porción de pan muy oscuro, como de seis centímetros de ancho.

En la tarde, la enfermera que nos supervisaba nos hizo aprender una canción en alemán. La letra decía: “Soy una niñita alemana. Si no, ¡bah!”. Nos colocó en un círculo y le ordenó a una niña quedarse en el centro. Tuvimos que caminar alrededor de ella y cantar: “¡Buuu, buuu, buuu!”.

—¡Judías sucias y asquerosas! —nos gritó la enfermera—.¡Cerdas!

Le encantaba esa canción. Significaba que éramos repug­nantes. Nosotras odiábamos a esa enfermera, la llamábamos “la Serpiente” sin que ella lo supiera. Tenía piernas gruesas y siempre mantenía trenzado su largo y negro cabello.

—¿Quién creen que son? —nos preguntó. No contestamos y ella no esperaba que lo hiciéramos—. ¿Creen que son muy inteligentes porque siguen vivas? —preguntó la Serpiente—. Morirán muy pronto. Las vamos a matar a todas.

El primer y el segundo día, Miriam y yo lloramos sin ce­sar, sin embargo, poco después nos dimos cuenta de que el llanto no serviría de nada. Entonces nos empezamos a sentir aletargadas casi todo el tiempo. Lo más importante era permanecer vivas. Sabíamos que, si aún no habíamos muerto, era sólo gracias a los experimen­tos, a un afortunado accidente de la naturaleza. Porque éramos gemelas de Mengele.

* El libro se basa en el testimonio de Eva Mozes Kor, que fue reconstruido y escrito por la reconocida autora estadounidense Lisa Rojany Buccieri. Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Aguilar.