La noticia salió en la primera página de todos los diarios de Cuba el 12 de 1949, pero cuando salió, ya todos, o casi todos los cubanos sabían que la noche anterior, un grupo de marines y de soldados rasos norteamericanos habían ultrajado un monumento a José Martí en pleno centro de La Habana, y para cualquier cubano, entonces, antes y después, meterse con Martí era meterse con dios. El embajador de los Estados Unidos, un señor de apellido Butler, salió a ofrecer excusas, pero ni siquiera sabía quién había sido Martí.  La sorpresa fue indignación, y luego odio, y recuerdo. Martí había muerto en 1895 por tratar de liberar a Cuba. Había escrito una y mil veces que la liberación sólo se podría dar si vencían a los españoles, que los mantenían como una colonia, y si detenían el avance imperialista de los Estados Unidos. Años después de su muerte, miles de norteamericanos ingresaron a La Habana para derrotar al ejército español con la ayuda de los viejos compañeros de Martí, pero más que eso, atracaran en el puerto de La Habana para firmar una enmienda, La enmienda Platt, que subyugó a Cuba a los intereses y caprichos de su país, y para no irse nunca más de Cuba. 

Por más de cincuenta años, pusieron y quitaron presidentes, ministros, congresistas y empresas como se les antojó, ante la venia de la clase dirigente cubana, que vivía de ellos y para ellos, y la cada vez más desesperante impotencia del pueblo, de los trabajadores y los estudiantes, que sólo lograban desestabilizar la situación de cuando en cuando con pequeñas revueltas, aplacadas por los militares en un dos por tres. Estrada, Machado, Grau, y Fulgencio Batista, una y otra vez, se inclinaron ante el poder norteamericano y gobernaron para ellos mismos y sus jefes, no para Cuba. La tarde del 49 marcó un antes y un después para esa larga y desequilibrada historia. El ultraje a Martí fue el detonante para quienes sólo habían protestado hasta entonces, para quienes sólo habían alzado la voz un poco, para los sindicalistas y los estudiantes, y para un hombre que se sabía de memoria todo lo que había ocurrido, que conocía de explotaciones pues su propio padre había sido un explotador, que pretendía cambiar el rumbo de todas las cosas, costara lo que le costara, llamado Fidel Castro Ruz.

Desde sus años de estudiante de derecho, Castro Ruz se había opuesto a todo tipo de intervención en Cuba. Cuando hablaba, seducía, y entre tanta seducción, fue multiplicando a sus seguidores, que creyeron en él y creyeron en la posibilidad de una nueva Cuba. Un golpe de estado en 1952 que dejó en el poder, de nuevo, a Fulgencio Batista, y el hambre y la injusticia y los crímenes llevaron a que el grupo fuera cada vez más grande, y a que decidieran dar el gran golpe, el 26 de julio del 53, un domingo de carnaval en la ciudad de Santiago de Cuba. Fidel Castro, su hermano Raúl, Abel Santamaría y varios de sus partidarios, entrenaron en las adyacencias de la Universidad de La Habana durante más de un año. Consiguieron armas de todo tipo, donadas por gente del común. Repasaron una y mil veces las instrucciones de los comandantes, y en la madrugada del día de la toma del Cuartel Moncada, en la ciudad de Santiago de Cuba, leyeron unos versos del poeta Raúl Gómez García, el Manifiesto del Moncada, titulados “Ya estamos en combate”. 

Luego, Fidel Castro habló. Dijo: ”Compañeros: Podrán vencer dentro de unas horas o ser vencidos; pero de todas maneras, ¡óiganlo bien, compañeros!, de todas maneras el movimiento triunfará. Si vencemos mañana, se hará más pronto lo que aspiró Martí. Si ocurriera lo contrario, el gesto servirá de ejemplo al pueblo de Cuba, a tomar la bandera y seguir adelante. El pueblo nos respaldará en Oriente y en toda la isla. ¡Jóvenes del Centenario del Apóstol! Como en el 68 y en el 95, aquí en Oriente damos el primer grito de ¡Libertado o muerte! Ya conocen ustedes los objetivos del plan. Sin duda alguna es peligroso y todo el que salga conmigo de aquí esta noche debe hacerlo por su absoluta voluntad. Aún están a tiempo para decidirse. De todos modos, algunos tendrán que quedarse por falta de armas. Los que estén determinados a ir, den un paso al frente. La consigna es no matar sino por última necesidad”. Cuatro milicianos dieron un paso al costado. Los demás, 131, salieron a escribir la historia, pero eran más temerarios que eficientes. 

Quisieron y pretendieron arrasar con el enemigo llevados por un odio visceral, casi que a pecho descubierto, cegados, y fallaron. Los militares tuvieron la suerte de que una patrulla que pasaba por la puerta principal los alertó a punta de disparos y gritos. Ante la derrota, Fidel Castro ordenó la retirada. Igual, él y sus compañeros fueron detenidos. Batista reaccionó. Ordenó un estado de sitio, cerró periódicos, intimidó, torturó. Dispuso que fueran asesinados diez revolucionarios por cada soldado muerto en la toma. Al final, fueron 55 los prisioneros ejecutados. Días después, ante un tribunal de justicia, Castro denunció que “No se mató durante un minuto, una hora o un día entero, sino que en una semana completa, los golpes, las torturas, los lanzamientos de azotea y los disparos no cesaron un instante como instrumento de exterminio manejados por artesanos perfectos del crimen. El cuartel Moncada se convirtió en un taller de tortura y muerte, y unos hombres indignos convirtieron el uniforme militar en delantales de carniceros”. Por fin, presionado desde afuera y desde adentro, Batista liberó a los que se habían salvado de los carniceros, entre ellos, a Fidel Castro, que se exilió en México.

En México, Castro conoció a Ernesto Guevara por intermedio de su hermano Raúl, y con ellos dos y varios compatriotas, reorganizó su grupo, que era como decir, reorganizó la liberación de Cuba. Consiguió armas, un lugar a las afueras de Ciudad de México para entrenar, uniformes, un viejo yate con el nombre de Granma pintado en los bordes de la popa, y ultimó los detalles de lo que iba a ser su segunda tentativa de revolución. Luego de haber sido detenidos y enviados a prisión por varios días, el 25 de noviembre de 1956, con las farolas apagadas, Castro y 81 hombres más zarparon del puerto de Tuxpan rumbo a Cuba. Ernesto Guevara, a quien Castro había apodado el Che, o Che, porque era argentino, y a quien había designado como el médico de la expedición, escribió en uno de sus diarios que “(…) el barco presentaba un aspecto ridículamente trágico: hombres con la angustia reflejada en el rostro, agarrándose el estómago. Unos con la cabeza metida dentro de un cubo y otros tumbados en las más extrañas posiciones, inmóviles y con las ropas sucias por el vómito (…)”.

Así, mareados, vomitados, hambrientos, llegaron a Cuba por la playa de Las Coloradas, donde el yate encalló hacia las seis de la mañana del dos de diciembre. Con las cajas de armas al hombro, unos sin saber nadar, ayudados por ellos mismos, tropezándose y levantándose, lograron alcanzar algo de tierra firme, una ciénaga desde donde se ocultaron de los vuelos y el bombardeo del ejército de Batista. La orden era arrasar con los rebeldes. Desde que Fidel Castro y sus hombres arribaron a Cuba, tuvieron que soportar uno y mil ataques de los militares. Pasados unos pocos días, sólo doce lograron reunirse de nuevo, en la selva de la Sierra Maestra. Allí montaron su campamento, y desde allí empezaron a captar a los campesinos de la región, que se fueron sumando al 26 de julio, y a desarrollar la guerra de guerrillas que había planeado Fidel Castro. Dos meses más tarde, Fulgencio Batista informó por medio de todos los diarios cubanos que estaban a su servicio que las fuerzas rebeldes habían sido aplastadas por el ejército de su gobierno. 

Castro le respondió por intermedio del periodista del New York Times, Herbert Lionel Matthews, quien en la primera página de la edición del 24 de febrero del 57, escribió: “Fidel Castro, el jefe de la juventud cubana, está vivo y peleando duro y exitosamente en los inhóspitos y casi impenetrables parajes de la Sierra Maestra, al extremo sur de la isla (…). Esta es la primera noticia segura de que Fidel Castro está todavía vivo y todavía en Cuba. Nadie relacionado con el mundo exterior, y mucho menos con la prensa, ha visitado al señor Castro, excepto este periodista”. Dos meses más tarde, Jorge Ricardo Massetti, un periodista argentino, compañero de luchas de Rodolfo Walsh y de Osvaldo Bayer, logró hablar con el Che Guevara. “¿Por qué está usted acá?”, le preguntó luego de que Guevara hubiera llegado de un combate. “Estoy aquí, sencillamente, porque considero que la única forma de liberar a América de dictadores es derribándolos. Ayudando a su caída de cualquier forma. Y cuanto más directa, mejor”.

Luego le preguntó si no creía que podían tomar su lucha como una intromisión en un país extranjero. Guevara le contestó que “En primer lugar, yo considero mi patria no solamente Argentina, sino toda América. Tengo antecedentes tan gloriosos como el de Martí y es precisamente en su tierra en donde yo me atengo a su doctrina. Además, no puedo concebir que se llame intromisión al darme personalmente, al darme entero, al ofrecer mi sangre por una causa que considero justa y popular, al ayudar a un pueblo a liberarse de una tiranía, que sí admite la intromisión de una potencia extranjera que le ayuda con armas, con aviones, con dinero y con oficiales instructores. Ningún país hasta ahora ha denunciado la intromisión norteamericana en los asuntos cubanos ni ningún diario acusa a los yanquis de ayudar a Batista a masacrar a su pueblo”. Massetti escribió que los rebeldes habían fundado una especie de país dentro del país. Que habían redistribuido la tierra, que la habían sembrado, que habían hecho escuelas y le habían enseñado al pueblo a hacer su propio pan.

“Mucho de lo que estamos haciendo ni lo habíamos soñado -le dijo el Che-. Podría decirse que nos hemos formado revolucionarios en la revolución. Vinimos a voltear a un tirano, pero nos encontramos que esta enorme zona campesina, en donde se va prolongando nuestra lucha, es la más necesitada de liberación en toda Cuba. Y sin atenernos a dogmas y a una ortodoxia inflexible y prefijada, le hemos brindado, no el apoyo neutro y declamatorio de muchas revoluciones, sino una ayuda efectiva. No luchamos para ellos en un futuro. Luchamos por ellos ahora. Y consideramos que cada metro de sierra que es nuestro, es más de ellos. Y que, por lo tanto, nada debe demorarles una vida mejor, dado que para el campesinado la revolución ya ha triunfado plenamente”. En la Sierra Maestra, los doce guerrilleros que sobrevivieron al desembarco del Granma se convirtieron en cincuenta, en cien, en quinientos, en mil. Hubo delatores, infiltrados, ajusticiamientos, conflictos internos, insultos, decisiones impopulares, combates y más combates y muertos, muchos muertos.

Hubo días en los que los rebeldes pudieron comer, y muchos en los que no. Días en los que durmieron a medias, y días en los que no durmieron. Hablaban siempre como en susurros cuando podían hablar y vivían cada día como si fuera el último de los días. Hasta que la fuerza de sus razones fue más fuerte que la fuerza de las balas del ejército de Batista, que según fueron pasando los meses, no sabía ni para qué disparaba. El 1o. de enero del 59, sobre la una de la madrugada, Batista habló por la radio y por lo bajo intentó darse un golpe de estado. Minutos más tarde huyó. Fidel Castro habló entonces por Radio Rebelde, la emisora que había creado el Che Guevara en Sierra Maestra en febrero del 57. 

Dijo: “El Movimiento Militar Revo­lucionario, el verdadero Movimiento Militar Revolucionario, no se hizo en Columbia; en Columbia prepararon un `golpecito´ de espaldas al pueblo, de espaldas a la Revolución, y sobre todo, de acuerdo con Batista. Puesto que la verdad hay que decirla, y puesto que venimos aquí a decirla al pueblo, les digo, les aseguro que el golpe de Columbia fue un intento de sabotearle al pueblo el poder, de sabotearle el triunfo a la Revolución; y además, para dejar escapar a Batista, para dejar escapar a los Tabernilla, para dejar escapar a los Pilar García, para dejar escapar a los Salas Cañizares y a los Ventura. […] Esta vez no se frustrará la Revolución. Esta vez, por fortuna para Cuba, la Revolución llegará de verdad a su término; no será como en el 95, que vinieron los americanos y se hicieron dueños de esto, […] intervinieron a última hora y después ni siquiera dejaron entrar a Calixto García, que había peleado durante 30 años, no lo dejaron entrar en Santiago de Cuba; no será como en el 33, que cuando el pueblo empezó a creer que la Revolución se estaba haciendo vino el señor Batista, traicionó la Revolución, se apoderó del poder e instauró una dictadura feroz aquí; no será como en el 44, año en que las multitudes se enardecieron creyendo que al fin el pueblo había llegado al poder. ¡Y los que llegaron al poder fueron los ladrones! ¡Ni ladrones, ni traidores, ni intervencionistas, esta vez sí que es una Revolución!”

Y el pueblo dijo que sí.