Norman Mailer fue quien mejor lo retrató en cuerpo y alma. En 1971 escribió el reportaje “En la cima del mundo” para advertir la magnitud del personaje que tenía en frente: “Alí es el espíritu mismo del siglo XX”, “la encarnación de la inteligencia humana más inmediata que se haya visto hasta hoy ”, “el hombre de masas”, “el príncipe de los medios”, “el mayor ego de toda Norteamérica”.

¿Exageraba el pionero del periodismo literario? Claro que no. La mirada de Mailer para dibujar a Cassius Clay no se quedó en su prevención hacia los negros ni en la superficialidad del boxeo como espectáculo. Penetró la mente del campeón narcisista y lo proyectó como fenómeno social de la historia contemporánea. De ahí el talante de los homenajes póstumos que recibirá el inolvidable supercampeón de los pesos pesados. En los canales History o Discovery, por ejemplo, se podrá ver el documental Becoming Muhammad Alí. El diario Marca, de España, recordará por qué lo declaró “El mejor deportista de la historia” y le entregó el trofeo “Leyenda”.

“Creció y se convirtió en estrella en un momento clave de la historia negra”, explica en el documental el historiador de la Universidad de Columbia, Manning Marable. Sí. Todo empezó el 5 de septiembre de 1960, cuando tenía 18 años de edad y ganó la medalla de oro de los pesos semipesados en los Juegos Olímpicos de Roma, derrotando al polaco Zigzy Pietrzykowski. Un video de CBS es el documento del nacimiento de una leyenda. Los reflectores se enfocan por primera vez sobre él, se siente héroe y destapa la personalidad que cautivó al mundo a través de los televisores en blanco y negro. Para la prensa de entonces, el personaje parecía no ir más allá de un payaso de los cuadriláteros, un negro bocón de Louisville a quien le había sonreído la suerte y quería lucir ropa nueva.

Pero las pretensiones de Clay adquirieron real dimensión cuando se trasteó a Miami, al vecindario negro de Overtown, el epicentro del movimiento por los derechos civiles en Florida. Desde la primera semana empezó a ver locales con letreros de “entrada para negros” y “entrada para blancos”, no le quisieron vender unos zapatos encharolados, la Policía lo detuvo sobre el puente que conduce a South Beach mientras hacía su matutina carrera de calentamiento rumbo al 5th Street Gym, el legendario gimnasio de su entrenador Angelo Dundee. Él les explicó a los uniformados que no era un ladrón escapando, sino “un buen muchacho”, uno de sus más prometedores boxeadores.

Un deportista excepcional capaz de actos totalmente políticos: tiró su medalla dorada al río Ohio en protesta contra el racismo. Sin saberlo, empezó a hacerse un lugar en la historia junto a Nelson Mandela, Martin Luther King y su entrañable amigo Malcom X.

Había llegado a la Capital del Sol gracias al patrocinio de empresarios blancos de Kentucky, que vieron en su talento una buena inversión, pero por cuenta propia comprobó que su lucha debía trascender los puñetazos. Fama ya tenía, porte también —se consideraba “el más bello”—, en cambio el dinero escaseaba.

El 29 de octubre, menos de dos meses después del oro olímpico y contra todos los consejos, Cassius Clay se hizo profesional. Aunque ganó su primera pelea por decisión unánime al ex policía Tunney Hunsaker, no causó el impacto que se esperaba.

“Entrenaba como ninguno, impresionaba y todos lo adoraban”, dice el biógrafo Thomas Hauser. “Parecía una estatua de Grecia y bonito de cara”, según Ferdie Pacheco, el médico que le advirtió a finales de los años 70 que se retirara “porque estaba muriendo de demencia pugilística”.

Dundee recuerda en el documental: “Por un momento pensé que era torpe, pero advertí una velocidad en sus puños y una plasticidad nunca vista”. Clay decía: “Soy tan rápido que apago la luz y estoy en la cama antes de que el cuarto quede a oscuras”.

Apuntaba al escalón más alto del boxeo: el campeonato mundial de los pesos pesados. Significaba retar al sanguinario Sonny Liston. El show del “bocaza” era perfecto para los medios. Le abrían el micrófono para que dijera lo que quisiera. Luego casi se burlaban de él basados en los récords de Liston y en la inexperiencia de Clay.

El 25 de febrero de 1964 noqueó al campeón patrocinado por la mafia, a pesar de un ardor en los ojos debido a que en el quinto asalto le untaron linimento a los guantes de su oponente. Quería retirarse pero Dundee le dijo: “¡Vas a acabar la pelea así estés ciego!”. Lo obligó a bailar en círculos hasta que recuperó la vista en el sexto y mandó a la lona a Liston.

“¡Tráguense sus palabras! ¡Soy el más grande! ¡Soy el rey del mundo!”, gritó. Desde entonces perfeccionó la táctica evasiva que Sports Illustrated definió como “la intrincada danza de los pasos”. El jab ablandaba al rival y la derecha lo demolía una vez agotado de corretearlo. Alí explicaba: “Floto como una mariposa y pico como una abeja”.

Fuera del cuadrilátero sus golpes también eran certeros. Ese año se convirtió al islam y cambió su “nombre de esclavo” por Muhammad Alí, “amado por Dios”. En 1967 dio uno de gracia: se negó a tomar parte en la Guerra de Vietnam: “A mí el Vietcong ese no me ha hecho nada”. Estuvo a punto de ir a la cárcel y lo despojaron del título.

Luego de que la Corte Suprema lo perdonara, regresó en 1971 para recuperar la corona frente a Joe Frazier en “el combate del siglo”. Se enfrentaron tres veces: en marzo de 1971 Frazier ganó por decisión unánime en 15 asaltos. En 1974 Alí cobró revancha y recuperó el título por decisión en 12 rounds. En 1975 Alí noqueó a Frazier en el 14. “Fue lo más cercano a morir ” (sus hijas boxeadoras se enfrentaron en 2001 y ganó Laila Alí por decisión dividida).

Esta hazaña convenció a Norman Mailer de que, así a alguien no le guste el boxeo, Alí y su “ego perturbador” eran historia. “Ven y agárrame idiota —le decía Alí a Frazier—. No puedes porque no sabes quién soy. Soy inteligencia humana y tú ni siquiera estás seguro de si soy el bien o el mal”.

Por eso dedicó las 70 páginas de “En la cima del mundo” a él y a su retador. La primera versión fue publicada en Life con fotos de Frank Sinatra (¡!). “… navegan por los ríos subterráneos de la extenuación y escalan los picos de la agonía, vislumbran la luz de su propia muerte en los ojos del contrincante… resistiéndose a la dulce atracción de las vertiginosas catacumbas de la pérdida de la conciencia”.

Analizó “el diálogo de los cuerpos” y las “fuerzas de atracción y repulsión”. Descubrió el lenguaje del boxeo, del cuerpo, ajeno a las palabras, “una ciencia inventada por Alí”, valiéndose de “astucia, estilo y una especial noción estética de la sorpresa”. En su prosa, invocando a Hemingway, sentó a Alí en el diván y lo declaró “el primer psicólogo del cuerpo”.

Mailer remató fascinado —con un tono parecido al de El castillo en el bosque, su libro sobre Hitler—: “No sabemos si estamos ante un demonio o ante un santo. ¡O ante las dos cosas!”. Antes que juzgar al ídolo, Mailer optó por compararse no desde los músculos —jugaba a los pulsos con Alí—, sino desde el pensamiento. Concluyó que “el boxeador es inmisericorde”, que “la falta de compasión es la base del ego”, pero que prefiere “el noble ego de los boxeadores profesionales al ego más ruin de los escritores”.

La estrecha relación Alí-Mailer también quedó plasmada en la crónica “El combate”, sobre la pelea de Alí contra George Foreman, el 30 de octubre de 1974 en Zaire, el llamado “estruendo en la selva” ante 60 mil personas. Allí describió a un campeón al que “el cuerpo le brillaba como los flancos de un pura sangre”, que “pa – recía tener miedo” y a la vez “daba la impresión de estar al borde mismo de la felicidad”. Mientras tanto el entrenador Dundee aflojaba las cuerdas del ring con un destornillador para que su pupilo se recostara pleno. Así aguantaron hasta el octavo asalto cuando Alí sacó su letal recto de derecha.

El ego del campeón lo llevó a recuperar y perder tres veces el trono a un costo muy alto. A pesar de sus 56 victorias, 37 por nocaut, bastaron cinco derrotas, en especial las últimas contra Leon Spinks, Larry Holmes y Trevor Berbick (1981) para que fuera declarado víctima del Parkinson.

El Comité Olímpico Internacional le restituyó la medalla de oro durante los Juegos de Atlanta 1996 y la ONU lo nombró Embajador de la paz. Se rodaron una película de Hollywood y tres documentales con su historia.

Trató de vivir sus últimos días en una casita de Berrien Springs, Michigan. Pero el gran atleta se transformó en el más vulnerable. Necesitaba un asistente que le dijera qué pierna mover y se le cerraban los ojos. Terminó como lo describió Mailer en su primera derrota: “El gran Alí en la lona, impávido, cantándoles a las sirenas en medio de las tenebrosas nieblas del callejón oscuro”.