El anuncio del arribo al país de Bono y compañía llegó, como todo lo que rodea mi relación con ellos, con una ráfaga de emociones mixtas y mi mente regresó al 30 de marzo de 2011, mi primera vez en un concierto suyo.

En el estadio de La Plata, Argentina, vi el descrestante U2 360° Tour, que durante dos años y 110 fechas reunió a 7,2 millones de espectadores en torno a La Garra, un escenario de 50 metros de altura con una pantalla led circular que le daba nombre a una gira que sólo podían albergar grandes estadios como El Campín…. si Samuel Moreno lo hubiera permitido.

Lo que debía ser una experiencia inolvidable, sólo sirvió para tacharlos de mi to do list. Sí, fue monumental; sí, tuvo momentos sublimes como Miss Sarajevo. Pero al show le faltó espontaneidad, conexión. Todo se sentía demasiado perfecto, demasiado… prefabricado.

Así que su venida no me generó nada. Bueno, sólo rabia por los precios exorbitantes: $750.000 por verlos no muy lejos de donde disfruté de los Rolling Stones un año antes por una tercera parte de ese dinero.

Tras un Noel Gallagher imponente, comenzó con algo de desconcierto el plato fuerte. Pasaron como un torbellino sonoro cuatro canciones, desde Sunday bloody sunday hasta Pride (in the name of love), pero nada de imágenes absorbentes. “¿Se dañó la pantalla de la que tanto se hablaba?”, era la pregunta entre divertida y nerviosa a mi alrededor.

Buscaban un ambiente más íntimo, casi de teatro pequeño. Pero lo que pudo funcionar para los que estaban pegados al escenario, para la mayoría de los 40.000 asistentes parecía más un fallo.

Terminado el suspiro inicial, el mítico álbum que catapultó a los integrantes de U2 a la fama mundial tres décadas atrás. Una jugada, la de tocar un álbum al completo, que siempre me ha parecido más de mercadotecnia que artística.

Pero una vez empezaron las notas de esa “guitarra infinita” de The Edge en Where the streets have no name y la pantalla de fondo comenzó a jugar con la noche bogotana, con protagonismo del árbol que da título al disco, todo creció.

Éxitos seguros como With or without you seguidos de temas más arriesgados como In God’s country, Running to stand still y Exit. Momentos de teletransportación sonora a la escucha íntima a través de los audífonos.

Todo sobre un fondo coreografiado de desiertos, caminos desolados, colores intensos, rostros en blanco y negro, la imaginería de ese Estados Unidos profundo que permeó su obra más conocida. Blues, gospel, soul, country. Rock.

Ya con el alma alborotada, los himnos de estadio (Elevation, Vertigo) y la corroboración de que, lejos del intrascendente Songs of Innocence, U2 sigue haciendo buena música: You’re the best thing about me, primer sencillo del nuevo disco que recién salió este diciembre.

En el medio, los infaltables discursos y gestos políticos de Bono. No se puede criticar que un artista quiera ir más allá, pero su grandilocuencia hace tan difícil creer en su sinceridad. Nada personal.

Una mano con la palabra paz escrita en la palma, la bandera de Colombia copando toda la pantalla con una paloma blanca en la mitad o La Pola y Catherine Ibargüen al lado de las Madres de la Plaza de Mayo y Malala Yousafzai bien pueden apachurrar el corazón, bien pueden parecer simple estrategia para despertar el delirio multitudinario.

Se equivocan quienes, como mi amigo chileno Javier, dicen que no hay un grupo de “hueones más fomes (aburridos)”. Y pienso que también se equivocan quienes creen que fue el mejor concierto en la historia del país o tan siquiera del año.

Pero no hay duda de que esa noche estuvo más del lado del amor que del odio por U2 que me divide, que me recordó que cada concierto es único y que la celebración de los 30 años del álbum The Joshua Tree en Bogotá, esa ciudad a la que el grupo se tomó “un largo tiempo en venir”, como dijo Bono, será inigualable. El árbol quedó sembrado.