Desde pequeño Jarlinson Pantano tuvo un poco de jerarquía y un toque necesario de anarquía para conseguir las cosas. Y cuando no las obtenía lloraba, y mucho. De hecho, logró con sus lágrimas que su papá lo llevara a la Vuelta a Colombia recreativa de 1997 y así capar colegio una semana. Las clases no le gustaban, ver muchas bicicletas, sí. “Mirá cómo llora, José Gabriel. Llévalo contigo para que te vea correr”, le dijeron ante el desespero con el que el niño pedía estar al lado de su papá. Fue necesario comprarle otra muda de ropa. Y mientras lavaba una, usaba la otra. Ese fue el compromiso, que él mismo se apropiara de su vestimenta.

En una etapa entre Anserma y Cartago la camioneta GMC modelo 50 de Hernán Darío Gómez, que hacía las veces de carro acompañante, no prendió en la salida y por el afán de no dejar a su padre solo en competencia, Jarlinson tomó las dos ruedas de repuesto y le pidió a otro auto que lo llevara. Paradójicamente ese día José Gabriel pinchó. “Pará, pará, ese gordito es mi papá. Tengo que ayudarle”, le dijo al conductor desconocido que ante el afán del niño frenó en seco. Se bajó, cambió la rueda delantera y antes de que José pudiera decir algo soltó una frase de entrenador: “Apurate para que no perdás tiempo”. Ya entendía la dinámica del ciclismo, ya era bastante leal con los suyos.

Esa vehemencia también la mostró cuando tomó coraje y encaró a su padre para que lo dejara ir a entrenar con él, a las cuatro de la mañana, hasta el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón. Tenía una bicicleta marca Raúl Mesa, de hierro, marco 46, con un plato 42 y un piñón de 14 dientes, es decir, una cicla pesada, muy grande para él y con las especificaciones de un corredor de categoría preinfantil. Como pudo se las ingenió para ir al paso de su papá y los amigos, y rodar a 45 kilómetros por hora, entendiendo que en el ciclismo el dolor en las piernas era inevitable, pero el sufrimiento, opcional.

Su esfuerzo tremendo, casi desmesurado, en una máquina obsoleta tuvo una recompensa. A partir de ese momento se ganó el derecho a entrenar con José Gabriel todos los días y llegar tarde a clases, a eso de las 7:30 a.m., mientras todos los niños entraban una hora antes. No hubo objeción de los profesores del colegio San Pedro Claver siempre y cuando cumpliera con las tareas. Esta vez no tuvo que llorar para lograr algo, sólo pedalear como si no hubiera un mañana.

Como si fuera un pasatiempo, y no una profesión, mejoró la técnica, estuvo bajo el mando de Carlos Serna, un DT de pista empírico hecho a punta de caídas. Aprendió los secretos del velódromo, a confiar en la segunda ley de Newton en cada peralte así su cuerpo estuviera a punto de rozar la madera. Se cambió de categoría, pues los niños de su edad ya no eran rivales. Su carisma se confundió muchas veces con indisciplina, pero de a poco la gente cercana entendió que ser extrovertido era su manera. Dejó de llorar para sonreír por todo.

Y eso que casi se retira del ciclismo cuando tenía 18 años y las opciones del profesionalismo eran mínimas. Trabajó en el almacén Bellatelas de Cali, en la bodega de la carrera octava con calle 12, cargando rollos de tela que pesaban entre 100 y 110 kilos. Colgó la bicicleta durante dos meses, pero no pudo ser ajeno a la magia de sus instintos. Llegó al equipo Colombia es Pasión y bajo el mando de Luis Fernando Saldarriaga aprendió que a veces la felicidad no enseña nada y que la tristeza curte para el futuro. Hoy, Jarlinson, que se llama así por la afición de su papá a las motos Harley Davidson, está a dos días de correr su tercer Tour de Francia, esta vez como gregario de Alberto Contador en el equipo Trek, dispuesto a sacrificar el beneficio propio por el de alguien más. Intentará ganar la etapa 18 de la ronda gala, la del 20 de julio, el mismo día que ganó su primera carrera en el barrio La Independencia cuando apenas tenía 11 años y correr era un juego de niños.