Todos atacan al establishment (establecimiento). Pocos saben exactamente qué es y quiénes son sus miembros. El aspirante republicano Ted Cruz habla del cartel de Washington, una especie de organización semicriminal dedicada a hacer la vida imposible a los ciudadanos y acabar con sus libertades.

Otros, como el candidato demócrata Bernie Sanders, apuntan a Wall Street, el conglomerado financiero que con su influencia desmedida en la política y la economía pone en riesgo la cohesión social. El mayor detractor del establishment es el favorito del Partido Republicano, el magnate inmobiliario Donald Trump, hijo de millonario, neoyorquino, miembro ilustre de la élite de la Costa Este de Estados Unidos que, históricamente, se ha asociado con el establishment.

Desde que el término se popularizó en los años sesenta, el establishment siempre es el otro. “Una característica de la mayoría de pensadores y escritores que se han dedicado a este tema es que lo definen de tal manera que ellos se colocan fuera de él e incluso se sitúan como víctimas”, escribió el periodista Richard Rovere en The american establishment, un ensayo publicado en 1961.

Rovere se burlaba de las teorías conspirativas según las cuales una élite formada por financieros, empresarios, políticos y profesores del noroeste de Estados Unidos movía en la sombra los hilos del poder. Lo comparaba con la jerarquía soviética. The New York Times era su principal órgano de información y la revista Foreign Affairs “disfrutaba, en su campo, de la autoridad de Pravda o Izvestia”.

Se atribuye la invención del término a otro periodista, Henry Fairlie, que lo usó por primera vez en 1955, referido a la política británica. “Por establishment no me refiero sólo a los centros del poder oficial —aunque sin duda forman parte de él—, sino más bien a todo el entramado de relaciones oficiales y sociales en el que este poder se ejerce”. Una década después, Fairlie admitió que, por su “vaguedad y carácter informe”, la palabra puede usarse “en casi cualquier país y aplicarse a casi cualquier cosa”.

Otros lo llaman casta.

Hace unos días, cuando le preguntamos en Washington qué era el establishment, un veterano de la Casa Blanca de George W. Bush dijo: “La gente usa el término y no significa nada. Dicen que son los lobistas, pero ellos no tienen poder, son empleados. Distrae más que ayuda”.

El repudio de establishment está inscrito en los genes de EE.UU., país nacido con una revolución contra el establishment por excelencia de la época: la monarquía británica. Hoy podría ser K Street, la calle de los lobbies en Washington. O el Congreso. También la Casa Blanca y los aparatos del partido republicano y demócrata. La lista es larga: Wall Street; las universidades de la Ivy League, la exclusiva liga de la hiedra; los gobernadores de los 50 estados; los medios de comunicación liberales (progresistas en EE. UU.), como dicen los conservadores para referirse a los diarios y televisiones generalistas; dinastías como los Bush o los Clinton.

La derrota de Jeb Bush, hijo y hermano de presidentes, y el ascenso de Trump en la carrera por la nominación republicana, es la derrota del establishment: si alguien mueve los hilos, los mueve muy mal. Pero, de acuerdo con esta teoría, el establecimiento no está muerto: la favorita demócrata es Hillary Clinton, miembro insigne del club.

El problema es que se trata de un club “vago e informe”, por citar a Fairlie. Quien ayer era antiestablishment hoy lo representa (los mismos padres de la patria, que se rebelaron contra la monarquía británica, eran el establishment local).

En 1993, el Times de Londres escribía que “el establishment está alarmado por la exhibición abierta de poder político” de la entonces primera dama, Hillary Clinton. El senador Marco Rubio, aspirante a la nominación republicana, logró su escaño en 2010 como candidato contrario al establishment y ahora es la última esperanza de ese establecimiento para frenar a Trump. Y el mangante millonario, que procede del establishment neoyorquino y es ahora el terror del establishment, se convertiría en su máximo líder si gana las elecciones presidenciales de noviembre.

Ningún candidato quiere ser el establishment, pero todos están destinados a encabezarlo si logran el objetivo de la presidencia.