“Los persas no nos han perdonado que les derrotáramos en la batalla de Rashidun”, repiten a menudo los interlocutores saudíes para explicar la actual animadversión entre Irán y Arabia Saudí, cuyas consecuencias reverberan en todo el mundo islámico. La referencia a la conquista arabomusulmana de Persia en el siglo VII refleja la superposición de factores que alientan la lucha de poder que desgarra Oriente Medio. Bajo la simplificación periodística de enfrentamiento entre chiíes y suníes, existe una larga rivalidad por el liderazgo regional que explota mitos históricos y diferencias confesionales. Aunque la batalla de Kerbala, en el siglo VII, provocó el primer cisma del islam entre los herederos de la línea de sangre y los de la línea política de Mahoma, lo cierto es que desde entonces chiíes y suníes han convivido sin mayores problemas. Influyó sin duda que los chiíes aceptaran su condición de minoría bajo gobernantes suníes.

Hasta que la revolución iraní de 1979 instituyó una República Islámica y probó que los sometidos podían tomar las riendas de su propio destino. Aquel terremoto político, del que aún se sienten las réplicas, estableció el primer régimen islamista chií. Irán, el Irán imperial que Occidente perdió con la revolución, había adoptado el chiísmo como religión oficial en 1501, precisamente para distanciarse del emergente califato otomano (suní). Política y religión eran entonces una misma cosa. A la rivalidad entre persas y árabes se sumó así una nueva diferencia, ya que estos últimos eran mayoritariamente suníes. Además del temor que les suscitó el nuevo modelo político iraní en 1979, las autocracias árabes han visto cómo en la última década la República Islámica salía beneficiada de las intervenciones de Estados Unidos en Afganistán (2001) e Irak (2003).

Si el derrocamiento de los talibán apenas preocupó fuera de su feudo pastún y sus patrocinadores paquistaníes, el derribo de Sadam Husein cambió el equilibrio de fuerzas en un país árabe clave, dando el poder a la mayoría chií y, en consecuencia, una influencia a Teherán que ha alienado a los suníes dentro y fuera de Irak. El éxito diplomático que ha supuesto para Irán el reciente acuerdo nuclear con las grandes potencias ha sido la gota que ha colmado el vaso. El mundo árabe convulso tras las revueltas de la Primavera se siente abandonado por Occidente y sin otro líder que la monarquía absoluta saudí, cuya renovación generacional apunta a un encastillamiento más que a la apertura. Reforzar el enemigo resulta más fácil que hacer nuevas amistades.

Llamados globales a la calma entre Irán y Arabia Saudita

El secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, terció en la ruptura diplomática entre Arabia Saudita e Irán y pidió que ambos países “eviten cualquier medida” que pueda agravar las tensiones. También el secretario de Estado estadounidense, John Kerry, hizo un llamado a “mantener la calma”. Justo hace algunos meses, tras la firma del tratado nuclear con Irán, Kerry se reunió con los líderes del Golfo Pérsico para afirmar sus relaciones y asegurarles que dicho tratado no impulsaba las temidas pretensiones hegemónicas de Irán en esa región. Ayer, Arabia Saudita suspendió todos sus vuelos con destino y origen en Irán. Los países árabes del Golfo Pérsico han acusado a Irán de interferir en sus asuntos internos y de apoyar a la oposición chií, que pide más derechos de igualdad y que, como minoría, suele ser reprimida por la mayoría suní. Staffan de Mistura, enviado de la ONU en Siria, viajó ayer a Riad para reunirse con los líderes nacionales y suavizar las consecuencias de esta ruptura.