En medio de un desierto gris de cenizas sobresalen trajes protectores blancos y cascos rojos. Ataviados con máscaras antihumo, decenas de equipos de rescate rastrean con perros lo que queda de Paradise, en el norte de California. Cada día encuentran nuevas víctimas. A veces son cadáveres quemados hasta resultar irreconocibles. Otras, solo huesos.

Cinco días después de que el fuego «Camp» haya devastado la localidad, la cifra de fallecidos asciende a 48. Cada tarde, el sheriff Kory Honea comparece ante los periodistas con las cifras más recientes. Su trabajo es difícil, reconoció el martes con voz cansada. Pero no es nada en comparación con lo que hacen los equipos de búsqueda. «Realizan un trabajo duro y desgarrador», dijo Honea a dpa. Y no se espera que la búsqueda termine pronto.

A estas alturas ya es el incendio con más víctimas mortales que ha sufrido California desde que se tiene registro. Muchos consiguieron escapar por poco. «Pensé que no saldríamos vivos», cuenta David Castro a través de su máscara antigás.

El joven de 29 años pasó la noche en un supermercado junto a una veintena de personas pero el edificio estaba a punto de quemarse y saltó al automóvil de un extraño. «No hubo ningún punto que no ardiese o que no estuviese calcinado», dijo describiendo su huida del infierno en Paradise. «El sitio quedó completamente destruido».

A Castro, que cría a su hijo solo, no le ha quedado más que una pequeña mochila con prendas de vestir para ambos. El pequeño de tres años había huido con su tía. Su casa se incendió y desde hace días duermen en casas de amigos o refugios. Además, Castro busca a una vecina que se negó a abandonar su casa la noche del incendio. «Está desaparecida. No sé lo que ha pasado con ella», cuenta.

En la vecina ciudad de Chico, en la puerta de un albergue cuelgan listas de desparecidos escritas a mano y fotografías de personas a las que buscan familiares y amigos. Más de 50.000 personas tuvieron que abandonar la zona de peligro y más de 1.300 se alojan en albergues. En muchos lugares no hay señal telefónica y reina el caos.

Pero también hay indicios de esperanza. «La comunidad está unida», asegura Kevin Gates mientras descarga bolsas con ropa delante de un albergue. Los voluntarios recogen las donaciones y las organizaciones de ayuda se ocupan de los afectados.

Sierra Strongheart, su novio y su hija Brooke han conseguido allí lo más necesario: almohadas, mantas, alimentos, ropa y un peluche para la niña de ocho años. Cuando se desató el fuego fue corriendo a buscar a la pequeña al colegio, cuenta la madre. «Estaba oscuro como si fuera de noche por la lluvia de cenizas, había atascos de tráfico por todas partes, pensamos que tendríamos que salir corriendo para salvarnos», recuerda. Tardaron más de cuatro horas en recorrer en automóvil un trayecto que normalmente se hace en media hora.

En la calle principal de Paradise los restos de vehículos calcinados son testigos del horror. El martes llegaron grúas para retirar los automóviles incendiados. «Tenemos que sacar centenares de ellos», explicó Matt Hyatt, de la patrulla de carreteras. «Algunas personas simplemente dejaron sus vehículos y huyeron a pie».

Paradise se ha convertido en una ciudad fantasma. Por sus calles desiertas solo circulan camiones de bomberos y de emergencias. Por el momento los vecinos no pueden volver. Muchas ruinas todavía humean, los postes de la luz caídos bloquean el camino, sobresalen hierros amenazantes. Las calles con casas quemadas se suceden de forma interminable, más de 8.000 edificios quedaron destruidos.

«Cortes de pelo por 10 dólares», se lee en un cartel al borde de una calle. La peluquería que anunciaba desapareció. También señala a la nada un cartel de un motel con el nombre «Paradise Inn» y verdes abetos. Escuelas, iglesias, tiendas y centros comerciales quedaron calcinados.

El creciente número de incendios y su fuerza destructora en la costa oeste, sumida en la sequía, sorprende incluso a los equipos de salvamento. «Trabajo desde hace 37 años para los servicios de protección contra incendios en California, pero los últimos cinco años lo han superado todo», afirma Todd Derum, que dirige los trabajos de extinción en Paradise.

Pero junto a la sequía y los fuertes vientos, Derum cree que hay otros motivos de la reciente catástrofe. Paradise se encuentra en medio del campo, con muchos árboles y matas que podían incendiarse, así que estaba especialmente amenazada. «Tenemos que prestar atención a cómo gestionamos nuestros bosques», advierte.

El presidente estadounidense, Donald Trump, ha atribuido los devastadores fuegos a la mala gestión de los bosques. «No hay otro motivo para estos incendios masivos, mortales y caros de California que la mala gestión forestal», tuiteó.

El gobernador de California, Jerry Brown, rechazó con vehemencia esas acusaciones. Brown defiende las tesis de muchos investigadores que responsabilizan de los fuertes incendios y las sequías al cambio climático y sus crecientes temperaturas.

Faith Antonaros vivía desde 1965 en Paradise y ahora no tiene casa. «Tendrían que haber cortado los árboles muertos», lamenta esta californiana de 66 años. Tanto ella como su marido están decididos a volver a construir en el terreno arrasado y ya ha solicitado indemnizaciones a su seguro de incendios. «Paradise es fuerte. Construiremos una nueva comunidad», asegura.