Hace poco, Boris Johnson, primer ministro del Reino Unido, anunció que suspendería las actividades del Parlamento británico con el objetivo de que no se interpusieran en su camino para, por fin, concretar la salida de su país de la Unión Europea. Sin embargo, la reacción generalizada fue de rechazo. Una cosa era apoyar el Brexit y otra hacerlo «como fuera», como lo pretendía Johnson.

Pero no ocurre lo mismo en Perú. El presidente Martín Vizcarra anunció este lunes que suspendería el Congreso de su país, conformado en su mayoría por opositores de su gobierno, y que llamaría a nuevas elecciones. Una decisión que en cualquier democracia del mundo supondría una crisis política y un golpe a la institucionalidad de los poderes que tendría un rechazo generalizado. Pero las cosas en las calles de Perú son a otro precio. La disolución constitucional del Congreso ha sido recibida con un clamor popular y sensación de alivio.

Vizcarra, quien ha enarbolado la bandera de la lucha contra la corrupción, aseguró que cuenta con «apoyo político, social, técnico y en todo sentido» para disolver el parlamento controlado por el partido fujimorista Fuerza Popular y otros grupos opositores.

Y mientras la gran mayoría del Congreso peruano ha acusado al presidente Vizcarra de invocar «un golpe de estado», como lo sugirió el congresista Jorge Del Castillo, del opositor Partido Aprista, en las calles de las principales ciudades peruanas la gente ha salido a respaldar la decisión del presidente. 

De acuerdo con los últimos sondeos, alrededor de un 70 % de los peruanos seguían apoyando la iniciativa del gobierno para que se adelantaran los comicios generales al 2020. El presidente Vizcarra, en cambio, sí perdió apoyo: de estar aprobado por casi la mitad del país, ahora lo respaldan dos quintas partes de la población (pasa de un 47 % en agosto a un 40 %).

Pero incluso entre quienes desaprueban a Vizcarra, el apoyo al posible anticipo electoral era de alrededor de dos tercios (un 65 % en ese grupo).

Las primeras movilizaciones de grupos civiles, políticos y juveniles se concentraron en la céntrica Plaza San Martín, en el casco histórico de Lima, y se desplazaron hacia el Palacio Legislativo. Las banderas nacionales con los colores rojo y blanco, carteles que reclamaban el «cierre del Congreso» y banderolas del partido izquierdista Nuevo Perú eran portados por los manifestantes que saludaron la decisión de Vizcarra.

En las calles de la capital peruana, al grito de «Sí se pudo», manifestantes celebraban el anuncio del mandatario en los alrededores del Parlamento. «Cierren el Congreso», «Que se vayan todos», gritaban otros.

De igual forma, la población se movilizó en las ciudades de Cusco, Huancayo, Huaraz, Chimbote, Tacna, Puno y Moquegua, la región natal de Vizcarra que extendió una enorme bandera del Perú en una de sus calles principales para apoyar la medida presidencial.

«Cerraron el Congreso, triunfo popular», gritaban los manifestantes en las calles en Chimbote, al norte de Lima, portando igualmente banderas peruanas.

La difícil relación entre la ciudadanía y el Congreso comenzó en 2016, poco después de las elecciones. Dominado ampliamente por el fujimorismo y sus aliados del Partido Aprista del fallecido expresidente Alan García y otros socios de derecha y extrema derecha, fue visto como un enemigo del interés general, que solo velaba por sus propios intereses.

Parte de ese accionar se hizo evidente en el obstruccionismo al Gobierno del entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski, del que hizo gala con el uso y abuso de su potestad de censurar a los ministros del gabinete. 

Una vez Vizcarra (2018-) asumió el Gobierno en su calidad de vicepresidente tras la renuncia de Kuczynski, el Congreso no cesó en sus presiones al Ejecutivo e interpeló al actual ministro de Justicia, Vicente Zeballos.

Y luego llegó Odebrecht. En febrero de 2017, arrancó con toda su fuerza el vendaval que en el fondo ha terminado por llevarse por delante a toda la clase política peruana. Muchos de los parlamentarios se vieron involucrados en sendos casos de corrupción y rompieron, aún más, la débil relación entre el Congreso y el pueblo. 

Así, apoyado y envalentonado por el apoyo popular (o el desprecio al Congreso), el presidente peruano cumplió así la amenaza del pasado domingo, cuando advirtió que disolvería constitucionalmente el Congreso si éste le negabaun voto de confianza ligado a una reforma para la designación de los magistrados del Tribunal Constitucional, con la que buscaba impedir que esa corte fuera copada por la oposición.

Una disolución del Congreso en Perú no ocurría desde el 5 de abril de 1992, cuando el entonces presidente Alberto Fujimori (1990-2000) dio un «autogolpe» y asumió plenos poderes con el apoyo de las fuerzas armadas. En esta ocasión, en cambio, Vizcarra se amparó en la Constitución para dar este paso.

¿Qué puede pasar ahora?

La Constitución de Perú contempla en su artículo 134 la facultad del presidente para disolver el Congreso «si este ha censurado o negado su confianza a dos Consejos de ministros».

Tras el anuncio de Vizcarra, los parlamentarios deberían abandonar el Congreso por su propia voluntad o, de lo contrario, podrían ser desalojados por la policía, si el presidente lo autoriza.

Sin embargo, Perú se enfrentará ahora a un fuerte pulso político que seguramente copará las portadas de todos los periódicos en las próximas semanas. En la noche, el disuelto congreso suspendió de sus funciones durante 12 meses al presidente Martín Vizcarra por «incapacidad temporal». 

La decisión fue tomada con 87 votos de los legisladores presentes en el hemiciclo, en su mayoría del partido fujimorista Fuerza Popular, su aliado el Partido Aprista, y representantes de derecha y extrema derecha.

No obstante, una encuesta del diario La República de Perú muestra que esta decisión del Congreso no sería apoyada por la ciudadanía, pues un 63% manifestó estar en contra.