Cuando Dilma Rousseff fue suspendida de su cargo como presidenta de Brasil, un comentarista político concluyó que su gran error había sido declararle la guerra al gran gamonal de la política de ese país: Eduardo Cunha. Por entonces, Cunha fungía como el presidente de la Cámara de Diputados y tenía una mayoría que lo seguía como las ovejas obedecen a su pastor. Parecía impenetrable: había aprobado el trámite del juicio político contra Rousseff —y después votaría un sí exaltado y patriótico durante el paso del proceso por la Cámara— y, pese a que se tenían sospechas de que era corrupto y sabía moverse con frialdad y cálculo por los recovecos políticos, estaba libre de cualquier pesquisa certera.
Sin embargo, su periodo de invulnerabilidad se desvaneció: el 5 de mayo, por los días en que se rumoraba que Rousseff sería suspendida del cargo y Cunha parecía triunfante, el Tribunal Supremo lo apartó de su cargo como presidente y como diputado. Dos meses después, Cunha renuncia con un discurso emocional en el que se declara “perseguido” y, al mismo tiempo, afirma que la justicia hará lo suyo. El diario O Globo abre su edición digital con una fotografía de Cunha con los ojos enrojecidos por las lágrimas, turbado y con un semblante que se opone a su rostro de exaltación apasionada cuando votó a favor de expulsar a Rousseff.
La Fiscalía de Brasil piensa muy distinto sobre Cunha. Rodrigo Janot, jefe de esa entidad, lo llamó “delincuente” hace algunos meses al afirmar que obstaculizaba las perquisiciones en su contra al manipular a ciertos diputados. Fue Janot quien presentó la denuncia formal ante el Tribunal Supremo y pidió la suspensión de Cunha por haber participado en una serie de actos de corrupción entre la empresa Samsung y la estatal Petrobras, por los que Cunha recibió sendos sobornos —cerca de US$5 millones—. Además de haber recibido dichos pagos, Cunha resguardó ese dinero en una cuenta en Suiza —que después pasaría a manos de su esposa— y lo ocultó en sus declaraciones de impuestos. Por ello, Cunha es investigado por lavado de divisas y corrupción.
Cunha tiene tres procesos y dos denuncias en el Supremo Tribunal. Entre otras acusaciones, el diputado —aunque renunció la presidencia, no renunció a su escaño— es señalado de haber presionado, con la compañía de algunos diputados, a algunas empresas para recibir sobornos y pagos por sus mediaciones en diversos contratos (lea aquí todos los casos por los que Cunha es investigado).
El primer efecto de su salida es la elección de su reemplazo, que tendrá que hacerse en las próximas cinco sesiones de la Cámara de Diputados. Walter Maranhão, su reemplazo temporal, tiene relaciones pésimas con los diputados: los proyectos legislativos están trabados y es muy probable que su presencia sólo aliente una polarización obstinada.
En su comparecencia de esta mañana, Cunha dijo: “Libramos a Brasil de un Gobierno que cometió crímenes de responsabilidad y que era inoperante. Todo eso me enorgullece”. Pese a su firmeza, su declaración es una verdad a medias: más allá de lo que suceda con Rousseff en su juicio —que adelantan el Senado y el Supremo Tribunal—, la Cámara de Diputados que él dirigía y el Senado tienen a cerca del 60% de sus miembros investigados por actos que van desde corrupción y lavado de dinero hasta esclavismo. Para sus opositores, su salida es el comienzo de una verdadera limpieza en la política brasileña. La renuncia de Cunha es, más que una decisión personal, una muestra tangible de que se ha quedado sin amigos. El líder del partido PSOL, Iván Valente, dijo al ver al diputado llorar durante su renuncia: “Cunha no conmueve a nadie”.