Cada pedalazo que ha dado Rigoberto Urán en su vida ha sido para avanzar. No importa cuán duro haya sido el ascenso. Poner el pie en el piso y rendirse ha pasado por su cabeza, sin embargo, siempre ha tenido un impulso mayor que no lo ha dejado desistir. Su prioridad ha sido mejorar y se ha sacrificado por eso, por no retroceder y llegar a los más altos lugares.

Su debut en la escuela Óscar de J. Vargas fue un sábado en una competencia de prueba que se usaba simplemente para verificar la evolución de los corredores. En una bicicleta roja, la primera que tuvo por regalo de uno de sus tíos, y unos tenis que no eran los adecuados para la prueba, Rigo ganó una contrarreloj de tres kilómetros con un tiempo de tres minutos y 20 segundos. Jota Ele Laverde, su primer entrenador, se convenció del talento y por eso lo inscribió al poco tiempo en una competencia oficial.

El escenario era diferente a aquella carrera amistosa en Urrao. Esta vez, en La Pintada (Antioquia), había público, jueces y premiación. La ilusión de figurar estaba en Rigo, quien viajó junto con su papá y varios amigos del barrio a esta competencia. Sin embargo, al final de cuentas, no figuró entre los ganadores. Claro que esa derrota lo llenó de motivos para seguir entrenando con la prioridad de mejorar.

Salía del colegio después del mediodía y emprendía un viaje de varias horas sobre su bicicleta para fortalecer sus piernas y ganar potencia y resistencia. Antes de montarse, llenaba una caramañola con balineras y la ponía en el marco de su bicicleta para sentirse pesado en las prácticas y liviano en las carreras.

El único momento en el que pensó rendirse, y que de hecho fue el momento de su carrera en la que dejó de entrenar, fue después del 4 de agosto de 2001, cuando su padre y promotor fue asesinado después de ser obligado por paramilitares a robarse un ganado por el alto del Pionono, en Antioquia.

“No soy nadie sin mi papá”, les dijo a los amigos que lo acompañaron al funeral. Duró algunos días sin subirse en una bicicleta. Tal vez para evitar recordar a don Rigoberto, a ese que tenía como ídolo y que lo motivaba a dar siempre lo mejor. Fueron sus compañeros de colegio los que lo entusiasmaron a su modo y lo convencieron para que continuara montando y queriendo ser el mejor como homenaje a su papá. No se habló de venganza ni resentimiento. La mejor forma de sacarse esa rabia sería pedalear cada vez con más fuerza.

Regresó el 12 de octubre de ese año a la competencia en una Clásica de Urrao. Se volvió a poner un uniforme y ganó. Su madre Aracely y su hermanita Martha lo recibieron en la meta y todo fue alegría, también nostalgia, pero mucha emoción.

El momento más duro de su vida fue el que lo empujó. A partir de ahí no volvió a mirar para atrás. Todo es alegría. Es más, casi ni se acuerda de los detalles trágicos de su pasado y no le gusta que se los recuerden. Lo malo que pasó ya se borró y mira para el frente todo el tiempo. Quién iba a pensar que su vida serviría de ejemplo para enseñarles a los colombianos la importancia del perdón, la reconciliación y la capacidad de seguir adelante con los objetivos claros sin necesidad de venganza.