Hace algunos años, Barack Obama dijo que Donald Trump era un “ladrador carnavalesco”. Se burló de él, en su presencia, en una cena de corresponsales en la Casa Blanca y compartió ante la prensa un montaje de la fachada del hogar de gobierno si Trump fuera presidente: era una construcción de postales griegos en oro con una adición en el centro, que desplegaba un cartel —a la manera de un casino nauseabundo— en el que se promocionaba una suite presidencial y un hotel. Por los tiempos de la campaña electoral, Obama dijo que el magante era tan inseguro de sí mismo “que tenía que desestimar a los demás” y lo calificó como un “descuidado” de cara a los valores democráticos.

Hoy la historia es por completo contraria.

En Lima, durante la reunión de la APEC, Obama dijo: “no asuman lo peor (…). Esperen que la administración esté en su lugar y esté de hecho desarrollando sus políticas, y entonces sí formulen sus juicios en cuanto a si son consistentes con el deseo internacional de mantener juntos la paz y la prosperidad”. Ese ha sido su tono desde el momento en que Trump se convirtió en presidente: el de un demócrata que acepta la derrota y, aunque no tendría nada que perder al dar aviso sobre las tendencias demagogas del ganador, pide que el juego continúe. También, es la actitud de quien no se permite un atisbo de intranquilidad y prefiere guardar la mesura: no sería nada responsable que el presidente de uno de los países más poderosos del mundo, uno de esos que determina el destino del resto, fomente versiones apocalípticas.

Por eso, Obama se refirió también a América Latina durante su visita a Lima. Tan pronto como se supo el resultado de las votaciones, los primeros que se vieron afectados fueron los mexicanos con el descenso del peso. Luego comenzaron a temer los gobiernos de Argentina, Colombia, América Central y Venezuela, que no ven en Trump a un amigo. Para ellos, Obama tuvo estas palabras sobrias: “Respecto a América Latina, no anticipo grandes cambios en la política de la nueva administración”.

Pese a su tranquilidad, Obama ha estado trabajando en las últimas semanas de su segundo mandato para asegurar cierta confianza, al menos, en México y América Central, por cuyos territorios pasan cientos de migrantes que quieren entrar de manera irregular a Estados Unidos. Esta semana, según reportó la agencia de noticias EFE, Obama llamó a su homólogo mexicano, Enrique Peña Nieto, “para asegurarse de que los mecanismos de cooperación bilateral quedan bien atados ante la incertidumbre sobre lo que planea hacer Trump”. El vicepresidente, Joe Biden, tiene a cargo los partes de tranquilidad con respecto a Honduras, El Salvador y Guatemala, que temen perder el apoyo financiero para combatir la raíz de la migración masiva e irregular hacia Estados Unidos.

El secretario general de la Unasur, Ernesto Samper, dijo: “La región tiene derecho a saber qué va a pasar con estos temas fundamentales”. Samper se refiere al proceso de paz en Colombia, a la intención perpetua de Argentina de reclamar la propiedad de las Islas Malvinas y a la crisis política en Venezuela. Otro tema en la fila son las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, que podrían llegar a un punto de suspensión tras el ascenso de Trump, el 20 de enero, pese a los avances, aun en materia económica, entre los dos países.

Sin embargo, Obama podría tener razón. De acuerdo con la firma consultora Control Risks, América Latina no se vería seriamente afectada por la presidencia de Trump, puesto que la relación entre ese país y la región ha sido, incluso desde tiempos de Obama, de menor atención. Salvo por México y Venezuela, asegura la consultora, Trump no hizo mayores referencias a la situación general de la región y se enfocó, como Obama durante su mandato, en el problema de la migración irregular. Trump propone la expulsión de entre 2 y 3 millones de migrantes irregulares del país —él los llama “ilegales”—, un acto que para Samper “es desproporcionado” y que, en últimas, no somete a examen el origen de la migración. Más allá de este tema, Trump se mantuvo al margen de lo que sucedía en la región.

Hay dos países, sin embargo, que sí estarán en su lista de intervenciones diplomáticas y económicas. Por un lado, México. Trump prometió que ese país pagaría por la construcción de un muro en la frontera para detener el paso de migrantes y también desestimó los beneficios que el Nafta, el tratado comercial entre ambos países, trae para Estados Unidos. Según Control Risks, el 80% de las exportaciones de México van hacia Estados Unidos, de modo que la caída de dicho tratado sería fatal. “Parece que, por lo menos, la nueva administración usará la amenaza de renegociar o acabar con el Nafta como un medio para presionar a México para que acepte concesiones acerca de tarifas para ciertos productos, sobre todo productos manufacturados, con la esperanza de que las firmas estadounidenses con instalaciones en México muevan los elementos de su cadena de producción de vuelta a Estados Unidos”.

Por otro lado, Cuba. Hasta ahora, las relaciones comerciales entre ambos países comienzan a despegar tras las intensas negociaciones para acabar una frialdad cincuentenaria. Sin embargo, aún está pendiente la caída del embargo, que ha obligado a la isla a vivir aislada de uno de sus países más cercanos. Tanto el partido Republicano como el Demócrata buscan la caída del embargo, pero la fuerte alineación republicana —una línea dura cercana al Tea Party— con la que contará Trump en el Congreso permite dudar de que los avances ocurran en los próximos meses. Pese a todo, Trump es un hombre de negocios y reconoce que Cuba puede significar una gran inversión para las firmas estadounidenses y, de paso, para cumplir su promesa de crear 25 millones de puestos de trabajo en 10 años.

El apoyo al proceso de paz en Colombia, por su parte, parece asegurado. Más allá de que Trump no se hubiera referido nunca a los diálogos —mientras que Clinton, una aliada con la que contaba el gobierno de Santos, sí—, el Congreso de Estados Unidos siempre ha sido unánime en su apoyo financiero hacia Colombia en cuanto al desarme y, sobre todo, la lucha contra las drogas. El presupuesto aprobado a principios de 2016 permite pensar que no habrá cambios para el 2017.