Paraguay, esa isla rodeada de tierra y lejos del ruido mundano de la cual poco se escucha da señales de hartazgo. En la calle y en las redes se repite aquella simple y contundente expresión de rechazo “que se vayan todos”. En momentos en que la segunda o tercera ola —perdimos la cuenta— de la pandemia golpea con fuerza a este pequeño país que aparentaba estar gestionando la crisis sanitaria de manera razonable, la gente se topó con la falta de medicamentos, equipos para tratar a los pacientes y con un rezago escandaloso de vacunas par la población. La indignación terminó maternializandose en manifestaciones bajo la etiqueta del “hartazgo”.

Los paraguayos habían acatado los sacrificios solicitados en la primera ola. Respetaron las restricciones y la cuarentena y a cambio perdieron el empleo o sus ingresos. Organizaron el trabajo doméstico para dar tiempo y espacio a las clases virtuales o a distancia, con una conectividad digital que evidenció las brechas entre pobres y ricos. Mientras, el Gobierno, obtuvo un préstamo para preparar la infraestructura sanitaria para cuando se retornara a las actividades. Todo ello fue acompañado de subsidios y transferencias, aplazamiento del pago de deudas y otras medidas diseñadas para alivianar el impacto. En los barrios más pobres, sin embargo, se arañaban las paredes y se formaban filas ante las ollas populares.

Sin embargo, con el pasar de los meses comenzaron a saltar diversos casos de corrupción. Camas y barbijos sobrefacturados, licitaciones amañadas, medicamentos faltantes que luego aparecían en el mercado privado. Casos directamente vinculados a la crisis sanitaria, pero también vinculados a gastos superfluos como un puente peatonal lujosamente decorado y con sobreprecio. El Paraguay que había sorprendido por su comportamiento ante la pandemia, volvió a ser el Paraguay de las desilusiones y picardías y terminó encendiendo la desconfianza entre la población, a pesar de las buenas intenciones del Gobierno.

Un presidente debilitado

Esta vez la indignación se dirige a un presidente tremendamente debilitado. Mario Abdo Benitez ya había estado al borde del juicio político en 2019 por una mala negociación con Brasil en relación a las cláusulas de los acuerdos sobre la represa binacional Itaipú. Pero ante esta crisis multidimensional, el presidente parece no entender la complejidad de los desafíos y se refugia en absurdos protocolos, cortando cintitas e inaugurando eventos. Un presidente sujeto a libretos mal concebidos.

Esta debilidad ha acentuado su dependencia a la unidad del partido de gobierno —Partido Colorado— para sortear los intentos de juicio político en el parlamento. El Partido Colorado tiene mayorías en el Congreso para contener dichos intentos, pero depende del apoyo de la facción del expresidente Horacio Cartes y de que este no se una al pedido de juicio político. Por otro lado, a medida que el presidente se debilita, su capacidad de convocar a “los mejores y más brillantes” a ocupar puestos claves en el gabinete para mantener un gobierno sólido va menguando.

El intento de juicio político llevado adelante por la oposición es una reacción a la devastadora e imprecisa consigna “que se vayan todos”. Sin embargo, los vasos comunicantes entre los indignados y los dirigentes político-partidarios de la oposición son inconsistentes. No se sabe realmente si ese “que se vayan todos” incluye a toda la clase política o solamente al partido de gobierno. La bronca es difusa y contra la “clase política”. Por lo tanto, un juicio político, lo único que haría es remover las piezas en la línea de sucesión y llamar a nuevas elecciones para terminar elegiendo a nuevos miembros de una clase política rechazada. Esta situación contradictoria es consecuencia del escenario que ha creado la propia indignación. Hay que ver cómo evoluciona.

Una nueva generación

El rechazo a la corrupción y la ineficiencia es, obviamente, más que legitima pero lo curioso es que las voces de la indignación expresen sorpresa ante los hechos. Probablemente este es un indicio de que una nueva generación está tomando la palabra. Una generación que toma conciencia de una realidad que ha corroído las bases del Estado y la sociedad durante décadas y avanza por la senda de la anticorrupción y la demanda de eficiencia para buscar reformas estructurales que transformen el país.

Por poner algunos ejemplos, en el 2019 solo algo más de la cuarta parte de la población tenía un seguro médico y el 71.3% de los paraguayos recurre a un sistema de salud pública con enormes deficiencias. El bajo promedio de años de estudio de la población va emparejada a la mala calidad de la educación, reflejado en los pobres resultados en cuanto a logros de aprendizaje. El gasto social per cápita del Paraguay era de $422 en 2017, muy por debajo de sus vecinos ($2.160 Chile, $1.900 Uruguay, $1.300 Argentina, $1.300 Brasil). El gasto en salud esta muy por debajo de lo recomendado por la OMS-OPS y el FMI ha señalado que el sistema tributario es uno de los más regresivos de la región.

Es decir, hay elementos sistémicos y profundos que tienen relación con un modelo de desarrollo que prioriza una economía política poco inclusiva y que va de la mano con la corrupción y la ineficiencia. Ese factor aún no ha cajuado con fuerza dentro del movimiento de indignados, sin embargo, probablemente lo hará una vez que encuentren una articulación política, con propuestas de política pública.

El tiempo dirá si se podrá deshilvanar la voz de la indignación, como para poder perfilar el cambio que se quiere. Hay esperanzas de que las manifestaciones marquen una nueva coyuntura con capacidad de mover las placas de la cultura política del país. Pero, por el momento, es sólo una esperanza.

*Esteban Caballero es cientista político, investigador del Center for Latin American and Latino Studies (CLALS) de la American University (Washington, D.C.). Fue director regional para América Latina y el Caribe del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA).

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