Múnich: la ciudad de siempre, con toda su historia a cuestas, una historia que se recuerda con admiración y con horror. La cervecería del Putsch de Hitler recuerda el horror. El carillón de la antiquísima y hermosa catedral en Marienplatz en cambio encanta, hipnotiza, deslumbra.

Múnich: la ciudad olímpica. Más de diez mil personas concentradas dentro de la villa olímpica constituyen una Babel de los tiempos modernos. Dentro de esa ciudad se hablan y se entienden mujeres y hombres de cinco continentes. Es una ciudad sui géneris donde se convive, se coexiste pacífica, alegremente. Diríase que dentro de esos enormes bloques de cemento y alrededor de sus parques y campos se ha logrado el prodigio de vivir en paz.

Múnich: la ciudad de la prensa. Cuatro mil, cinco mil periodistas, fotógrafos, camarógrafos, técnicos especializados, informan al mundo, al segundo, los grandes y pequeños hechos de la edición veinte de los Juegos Olímpicos modernos. Dentro de esa gran multitud de profesionales de la prensa, no todos han llegado a esta ciudad dentro de la gran ciudad a escribir sobre deportes o a presenciar unas competencias deportivas. Han caído también, como abejas sobre miel, sobre los problemas políticos del mundo que se trasladaron de un momento a otro a Múnich con todas sus grandezas y todas sus miserias que se encierran en su trasfondo.

Múnich: la ciudad turística. Decenas de miles de gentes de todo el mundo han copado los hoteles, las pensiones y hasta las casas de los muniqueses, que como suele suceder cuando se programan acontecimientos de esta naturaleza, “huyeron” de su ciudad hacia las montañas y hacia los campos aprovechando una doble excusa: las vacaciones escolares de verano y su “espíritu cívico” que les “aconsejó” sacrificar su casa para acomodar a un turista.

Esta otra ciudad, la que ha sido invadida por los extranjeros y por los alemanes de otras regiones, tiene iguales características a las dos anteriores: la multinacionalidad de sus habitantes, que se mueven por las salas, bares y grilles de los hoteles de gran lujo, o que colman las cervecerías, o salen de cacería pornográfica –curiosamente los más asiduos cazadores suelen ser los latinoamericanos– o que compran localidades en taquilla que tuvieron un precio máximo de 30 marcos y que ahora valen en el mercado negro, si se consiguen, cuatrocientos o quinientos francos.

Son cuatro ciudades distintas, dentro de una sola ciudad verdadera. Este milagro se ha venido repitiendo en las últimas décadas bajo el pretexto de los Juegos Olímpicos mundiales. México hace cuatro años también fue una ciudad que se volvió cuatro ciudades…

Lo que ahora uno debe preguntarse es si este colosal gigantismo que afecta las competencias olímpicas las hace practicables en el futuro. Montreal, en el Canadá, es la próxima sede. ¿Podrá repetir lo que acaban de hacer México y Múnich? Posiblemente lo logre. Al fin y al cabo Canadá no es un país subdesarrollado ni pobre. Es un país también rico. Pero lo que resulta absolutamente claro es que los Juegos Olímpicos modernos se han vuelto una artículo de lujo, totalmente dominado por las urgencias del gran consumo, plataforma para inversionistas tan colosales que, comparadas con el presupuesto colombiano, significan diez, quince, veinte, treinta veces nuestra cifra de inversión jamás proyectada.

Pero además los juegos ya no son juegos… Acaso jamás lo fueron. Los Juegos Olímpicos, cuyo espíritu y esencia es la competición pacífica por triunfos del músculo y de la inteligencia, de la disciplina y de la preparación, han perdido por completo esta su más admirable característica.

En las pistas y en los estadios y en las piscinas, es cierto, se sigue compitiendo con ardentía por la victoria. Pero alrededor de las piernas de un atleta, de los puños de un boxeador, de los brazos del nadador, del movimiento rítmico de los gimnastas, está el virus político invadiendo, cancerosamente, todo el espectáculo.

Aquí en Múnich, ocho días antes de su soberbia inauguración, los juegos estuvieron a punto de fracasar. Porque se jugó a la política. El caso de Rodesia provocó una revuelta africana y una toma de posiciones y de conciencia no sólo de países sino de hombres, colectiva e individualmente.

El problema se resolvió poco decorosamente. Como poco decorosamente había sido planteado. La expulsión (que no otra cosa es la fórmula disfrazada para evitar su participación) de Rodesia no resolvió, en el fondo, absolutamente nada. El virus quedó latente. La operación fue mal hecha, y peor tratado el período ante y pos-operatorio.

En México, hace cuatro años, asistimos asombrados y electrizados a la rebelión del poder negro en los Juegos Olímpicos. El puño negro cerrado en alto y tres grandes campeones imbatibles desafiando a los símbolos nacionales de su país, marcaron indeleblemente la insurgencia de un programa político-racial dentro de las competencias olímpicas. Entonces también fue mal tratado el problema y el virus está aquí en Múnich a la vista de todos, aflorando de manera sistemática, con impredecibles desarrollos en momentos de escribir lo que estamos comentando.

Mas el problema de los Juegos Olímpicos convertidos en juego político no es cosa de los últimos y más recientes tiempos. En Múnich, valga el ejemplo, se está borrando la jugarreta política que Adolfo Hitler planificó en 1936 en Berlín. La raza pura, blanca, que el führer quería exhibir al mundo como superior y única, cayó vencida varias veces por un campeón de color, el inolvidable Jesse Owens.

Tal ofensa jamás la perdonó Hitler. No la perdonó dentro del propio estadio donde fue testigo de la derrota. No la olvidó después. Había en estos juegos de Berlín más política que juegos. Y Hitler lo sabía… Ahora se quiere borrar lo que Hitler ejecutó con el codo. Eso es evidente. Múnich desea que los juegos políticos de Berlín pasen al olvido. Lamentablemente los de 1972 también son otros juegos olímpicos políticos aunque con otras dimensiones y otras causas.

Acaso no deberíamos lamentar que los Juegos Olímpicos no sean tan solo Juegos Olímpicos. Debemos recordar que el origen matriz de estas competencias viene desde Grecia y que no en vano su principal y más hermosa y más difícil competencia, la carrera de maratón, fue copiada de la gran marcha de un guerrero para salvar a Grecia de un momento crítico en su vida. Esa marcha fue una jugada guerrera y un juego político.

Dentro de cada una de las cuatro ciudades diferentes que hoy en Múnich 72 ondean banderas de todo el mundo, se ríe, se canta, se conversa y se emborrachan los hombres y las mujeres en el gran escenario de reconciliación y de amistad universal…

Pero entre telones están las guerras y están las luchas por el poder y están las diferencias políticas moviendo sus fichas, desuniendo a los pueblos, dividiendo a las razas, separando a los países.

No… Los Juegos Olímpicos, ya no son Juegos Olímpicos… Tal vez nunca lo fueron… Seguramente jamás lo serán…

Y llegó el terrorismo

Cinco días después, don Guillermo Cano reportó también: “La XX Olimpiada mundial fue ‘tocada’ de muerte esta madrugada cuando un acto terrorista político manchó de sangre la bandera de la paz deportiva en su propio corazón: la ciudad de los 10.000 atletas…

No hace muchos días habíamos escrito que estos Juegos ya no eran juegos. Por lo menos no eran puros juegos deportivos. La irrupción de la violencia, con toda su roja estela de muerte ha inyectado una nueva y ominosa droga letal mucho más peligrosa que otras droga que ya estaban minando su organismo; el doping y la publicidad.

De pronto, en la madrugada, los disparos de fogueo que le dieran la gloria a un campeón colombiano (Helmut Bellingrodt, el barranquillero que ganó plata en tiro al jabalí, la primera medalla olímpica para nuestro país) se escucharon de otra manera. No rompían figuras de papel ni se clavaban en los círculos dibujados. Eran tiros de verdad. Que herían y mataban…

Una Olimpiada mundial que se acerca a su clausura con un funeral en los estadios es una olimpiada muerta. Como en los circos, el espectáculo debe seguir. Pero es evidente que ni por las venas de los atletas, ni por las arterias de los espectadores circula la misma sangre alegre, emotiva, apasionada. A unos y a otros también los ha herido el comando palestino que asesinó al israelí en su propia casa… Dentro de la Villa, ambulancias, policías, detectives. Horror. Indignación. Incredulidad. Algunos atletas salían por entre cordones de vigilancia para cumplir con sus obligaciones del día. Pero ciertamente sin ánimo, con temor, psíquicamente afectados. Eran los actores del día compelidos a correr, a saltar, a jugar cuando su mente y sus músculos ya no estaban para eso… Múnich está triste. Los estadios están cerrados. En la imagen de televisión, un terrorista palestino fuma un cigarrillo en la ventana del apartamento donde asesinaron a un deportista israelí. Los Juegos de Múnich ya no son juegos… La medalla de hierro la ganó la violencia…” .