Johannesburgo, Sudáfrica. Los sonidos ordinarios del fútbol llenaron de luz a Nelson Mandela, aun en sus momentos más oscuros y aislados.

El ruido que causaban los gritos y patadas de los internos que recorrían la cancha improvisada en el patio de la cárcel en la isla Robben superaba los muros de concreto, y alcanzaba la pequeña celda de Mandela.

Posteriormente, fueron las transmisiones por radio de la Copa del Mundo, voces que narraban algunos torneos que se efectuaban a océanos y continentes de distancia, pero que alcanzaban la desolada isla ubicada en el extremo sur de África.

Estos eran momentos de solaz para Mandela y otros presidiarios que rompían la extenuante rutina diaria de trabajos forzados.

“El fútbol era la única alegría de los prisioneros”, dijo Mandela sobre esa época, una época medida en décadas para algunos de ellos y que abarcaba desde la era del gran Brasil de Pelé hasta la Argentina de Maradona.

Cuando su colosal vida política llegó a su fin, el fútbol le dio a Mandela un desafío final, una victoria final y un último adiós.

“Me siento como un muchacho de 15 años”, dijo Mandela, quien tenía 85 en ese entonces, en Suiza en 2004, luego que Sudáfrica finalmente consiguió la sede de la Copa del Mundo.

Tuvo la oportunidad de despedirse de su país, y de que este se despidiera de él, en la final de 2010 en las afueras de Soweto, en lo que fue su última aparición en público.

El fútbol también le brindó a Mandela un héroe. ¿Quién podría ser el héroe de Nelson Mandela? Lucas Radebe, el zaguero ex capitán de la selección nacional de Sudáfrica, a quien Mandela apodaba “el Arbolote”.

“Este es mi héroe”, dijo Mandela, enfatizando el “este”, mientras se paraba al lado del jugador que seguramente nunca figurará entre las leyendas del fútbol, pero que tuvo lealtad, dedicación y determinación.

“Me sentí rebosante de orgullo”, dijo el ex jugador del Leeds al recordar el momento en una entrevista para un periódico. “Pensaba: ‘¿Yo? ¿Un héroe para él?’”

La verdad, el boxeo fue el primer amor de Mandela. El rugby fue un romance arremolinado en un momento posterior de su vida. Pero el fútbol se quedó con él por siempre.

En cuanto a esos jugadores de fútbol de la isla Robben, la suya es una historia de marcado contraste con las extravagancias y riquezas que son comunes en los niveles más altos del deporte.

La cancha donde jugaban los presidiarios era un árido espacio abierto rodeado de muros de concreto. Las redes eran cordeles de pesca desechados recogidos de las playas de la isla. Aun así, para ellos era su Wembley.

Su balón era una bolsa rellena de papeles, y el trofeo era una pieza de madera tallada por un prisionero.

Los internos habían pasado años pidiendo cada semana a las autoridades permiso para jugar fútbol. La petición era denegada reiteradamente y a veces respondida con confinamiento solitario, donde no se les alimentaba. Aun así querían jugar, y a fin de cuentas obtuvieron la aprobación.

Hoy, la silueta del estadio mundialista de Ciudad del Cabo casi puede verse desde la otrora arenosa cancha de la prisión, ahora invadida por la maleza. Finalmente, y con la ayuda de Mandela, la Copa del Mundo se jugó a unos cuantos kilómetros de la isla Robben.