A petición del Comité Olímpico Ecuatoriano, fui llamado para dirigir la preparación de Jefferson Pérez con rumbo a los Juegos Olímpicos de Atlanta 96. Él acababa de consagrarse campeón de los Juegos Panamericanos, en los 20 kilómetros en Argentina 95. Nos brindaron todas las condiciones y facilidades para enfrentar un ciclo de siete meses, desde enero del 96. Como parte del equipo estaba el médico ecuatoriano Freddy Vivar, deportólogo especializado en fisiología del ejercicio en Brasil; además de nutricionista, psicólogo y fisioterapista.

Pérez había sido designado como abanderado por el Comité Olímpico Ecuatoriano para los Juegos de Atlanta. Por petición nuestra, ese honor fue cedido a otro deportista.  Ellos entendieron que la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos era una actividad muy larga y fatigante como para arriesgar a Jefferson.

A dos meses de comenzar las olimpiadas, encontramos que Jefferson estaba asimilando muy bien las cargas de entrenamiento, con gran recuperación y en sus signos cardiovasculares mostraban excelentes niveles. Su frecuencia cardiaca basal al despertar llego a 30 pulsaciones por minuto o menos. En un control de campo para medir el lactato sanguíneo de Jefferson en un entrenamiento de alta intensidad,  el médico dijo “o JP (su apodo) está muy bien o esta máquina está descompuesta”. Cambiamos la máquina y comprobamos que JP estaba muy bien. Solo los tres sabíamos de la posibilidad que JP tenía de ganar en Atlanta, seguíamos los resultados de todas las competencias en el mundo. Nadie podría derrotarlo, siendo un atleta de mucho talento con virtudes extraordinarias como su actitud para competir y su autoconfianza de la cual tenía de sobra.

En la mañana de ese 26 de julio de 1996 ya  éramos residentes en la Villa Olímpica en Atlanta y pasé la noche en vela con la ansiedad generada por la cercanía de la competencia más importante de mi vida como entrenador. Jefferson se levantó y echó un vistazo por la ventana, el cielo se veía encapotado. Entonces, él me dijo: “Si mis rivales quieren ganar, tendrán que matarme”. Se esperaban drásticas condiciones del clima, con temperaturas de más de 30 grados centígrados y humedad relativa del 90%, una combinación muy perjudicial, particularmente en los deportes de larga duración. Eso lo sabíamos desde que comenzó la preparación en Ecuador.

Fuimos al comedor de la Villa y mientras yo bebía al menos tres tazas de café para despertar, Jefferson tomaba su desayuno con una calma que me exasperaba. Finalmente, nos dirigimos a la zona de transporte para el Estadio Olímpico y perdimos el bus de las 6:15, entonces abordamos el de las 6:30 con tan mala fortuna que el conductor se extravió al salir de la autopista y tomó la ruta equivocada. Tuve que controlar mi pánico para no afectar a Jefferson por  el inconveniente que estábamos enfrentando.

Llegamos después de la 7:00 a la zona de control de atletas. Allí nos encontramos a un conocido oficial puertorriqueño, Amadeo Francis, quien me dijo: “Enrique, están llegando tarde”. Luego de explicarle lo sucedido, permitió el acceso de Jefferson a la sala de llamadas. Él no tuvo tiempo de calentar, solo estiramientos y bebía electrolitos para rehidratarse.

La competencia de 20 kilómetros marcha salió a las 8:00 de la pista del Estadio hacia el circuito de dos kilómetros en calles aledañas. Partieron 61 atletas, entre los cuales se destacaban el campeón olímpico de Barcelona 92, Daniel Plaza; el australiano A’hern, los rusos Markov, Schennikov y Schafikov; y el fuerte equipo mexicano con Segura, Rodríguez y García dirigidos por mi maestro y mentor, el polaco Jerzy Hausleber. Yo, sin proponérmelo, ese día cumplí con el aforismo de “el alumno supera el maestro”. Jefferson (1:20.07) ganó la medalla de oro y el mexicano Segura (1:20:23) fue bronce después del ruso Markov (1:20:16), que ganó la medalla de plata.

Solo pude reunirme con JP en la tarde después de la ceremonia de entrega de las medallas. Llegué al estadio justo en el momento que se entonaba el himno nacional ecuatoriano y se izaba el pendón nacional. Unas lágrimas furtivas asomaron en mis ojos mientras era abrazado por muchos ecuatorianos que festejaban en la tribuna.

Después de ese acontecimiento, no solo nuestras vidas deportivas y personales dieron un vuelco total. JP siguió recibiendo el respaldo de la empresa privada. Eran tiempos de crisis  política en Ecuador, un país que tuvo al menos cuatro presidentes en poco menos de un año, la crisis afectaba a las entidades deportivas, hasta el punto de quedarme sin contrato. Forzado por las circunstancias, y muy a mi pesar por dejar a JP, acepté el cargo de entrenador de marcha en los Estados Unidos para dirigir el equipo nacional con base en San Diego, en el Olympic Training Center, con el objetivo de Sídney 2000 y siguientes Juegos Olímpicos. Creo que mis  logros en Atlanta y antes con el equipo de Colombia en Los Ángeles 84, Seúl 88 y Barcelona 92 me dieron el perfil de entrenador que requería el cargo en Estados Unidos. En 1997 había contraído matrimonio con Loly Moscoso, una dama ecuatoriana, de cuya unión tenemos dos hijos nacidos en California (Daniel y David). Fue muy lindo que JP y mi hija Ingrid oficiaran como el padrino y la madrina de  la ceremonia matrimonial.

Este hecho precipitó mi aceptación del cargo de entrenador y nos trasladamos en noviembre de 1998 a los Estados Unidos, en donde residimos desde entonces. Ahora soy ciudadano estadounidense y funjo como entrenador del Ejército (US ARMY) del programa Atletas de Clase Mundial. Río 16 será mi novena participación olímpica, un camino de 36 años que comenzó en Moscú 80. Estaré en Río como entrenador de John Nunn, del Ejército, campeón nacional de USA en 20 y 50 kilómetros. Él participará en esta última prueba.

Envío, desde California (EE.UU.), un fraternal saludo a los lectores de El Espectador, con mis buenos deseos para que Colombia obtenga buenos resultados en esta nueva cita olímpica. Un abrazo a todos…