Si un visitante es tan desafortunado que solo puede pagar con una tarjeta de crédito internacional en Venezuela, los precios le harán pensar que se encuentra en un lugar aún más caro que Tokio o Zúrich.

Una hamburguesa cuesta 1.700 bolívares, el equivalente a 170 dólares al cambio oficial de 10 bolívares por dólar, y una noche de hotel 69.000 bolívares, es decir, 6.900 dólares.

Por supuesto que ningún comerciante pone precios tomando como referencia la tasa oficial, sino la del mercado negro, en el cual un dólar se cambia por 1.000 bolívares.

Pero también para los venezolanos que ganan en bolívares, las cosas son increíblemente caras debido a la hiperinflación en esta economía altamente dependiente de las importaciones.

Incluso para la clase media, que se desliza hacia la pobreza, una hamburguesa o una noche de hotel están fuera de su alcance.

«Todo el mundo está bajando. No podemos respirar», dice a la AFP Michael Leal, de 34 años y gerente de una óptica.
Tiendas clausuradas –

En Chacao, un barrio de clase media de Caracas, un grupo de oficinistas hace fila frente a una tienda de víveres para comprar el almuerzo más barato posible. A su alrededor, los restaurantes están vacíos.

Vista por encima, Caracas se parece a cualquier otra ciudad de América Latina, con rascacielos, autopistas de tráfico intenso y peatones que caminan de prisa.

Pero una mirada un poco más atenta descubre un profundo malestar económico. Muchas tiendas, especialmente de productos electrónicos, bajaron sus cortinas.

«Esto es horrible ahora», dice Marta González, de 69 años y dueña de una tienda de productos de belleza.

«No hay compras, solo compran comida», añade la mujer al tiempo que atiende a un cliente que paga con tarjeta de débito un par de afeitadoras desechables.

Un cartel pegado en la caja registradora indica «No aceptamos tarjetas de crédito».

Filas y filas –

En el mismo barrio, un moderno y elegante centro comercial con varios restaurantes con terraza, un espacioso Hard Rock Café y negocios de cadenas internacionales como Zara, Swarovski o Armani Exchange luce desierto, salvo por la presencia de sus aburridos empleados.

En contraste, cerca de 200 personas hacen fila pacientemente para entrar a una farmacia.

No saben exactamente qué van a comprar, pero es la rutina de estos tiempos, hacer fila para tratar de adquirir algún producto de higiene personal de precio regulado, como por ejemplo la crema dental, antes de que se agote, lo que ocurre usualmente en pocos minutos.

«Hacemos esto todas las semanas. No sabemos qué vamos a poder comprar», dice Kevin Jaimes, vendedor de autopartes de 21 años que espera junto a su familia. «Lo difícil es cuando hay una cola gigante y todo está agotado antes de llegar», añade.

Cuando no se logra adquirir los productos de precio regulado en los comercios, la única alternativa es acudir a los revendedores en el mercado negro, que los ofrecen cien veces más caros.

Jaimes vive con su familia, integrada por un total de siete personas, y trata de arreglárselas con un salario de 35.000 bolívares mensuales, en realidad unos 35 dólares.

Demasiado poco como para que pueda siquiera plantearse ir una vez al cine del centro comercial, donde la entrada cuesta 8.800 bolívares.

Si consiguiese algún modo para entrar al cine, la cartelera ofrece las mismas películas que se exhiben en Estados Unidos: «Capitán América: civil war», «El libro de la selva» y «Angry Birds, la película».

Pero una ida al cine y una bolsa de palomitas de maíz son lujos que muy difícilmente pueden permitirse los venezolanos por estos días.