La desesperación implica, sobre todo, un pragmatismo inusual: quien está en una situación de emergencia, en la que debe decidir con efectividad y casi a ciegas, suele tomar el camino que para su intuición es el más adecuado. Puede ser, en últimas, inútil y contraproducente: en cualquier caso, jamás tuvo oportunidad de sopesar todas las opciones. La guerra es uno de los actos que somete la voluntad, puesto que quien la sufre —según se recoge de numerosos testimonios— debe decidir sometido por las circunstancias: por el hecho, por ejemplo, de carecer de alimentos o de tener a un hijo muy enfermo. Por eso, aquellos que han estado en medio de un campo de batalla sin formar parte de los combatientes están habituados a formular frases que apelan a la obligación: “tuve que hacerlo”, “no había más opción”, “estaba entre la vida y la muerte”. La voluntad es un atributo privilegiado; el pragmatismo es la fórmula del desahuciado.
Resulta comprensible, entonces, que más de 14.000 iraquíes hayan querido cruzar hacia Siria para salvarse: todo cuanto importaba era salir de la peste bélica que amarra los cimientos de Mosul, de donde quieren expulsar, como a un grupo de ratas de su agujero, a los miembros del Estado Islámico. En el camino de la expulsión, miles de iraquíes carecen de centros médicos para los cuidados básicos, sufren hambre y sed y dejan de pensar en lo que, en una situación más boyante, parecería esencial: el futuro, esa utopía reservada para los afortunados. Imagine esto, lector: su presente, empeñado a la muerte, les resulta tan pesaroso y terrible, que prefieren escapar a Siria, que sufre una guerra igual o peor que la de Irak. ¿Por qué alguien buscaría un refugio explosivo para salvarse? ¿Por qué el conejo entraría en la cueva del lobo para cubrirse el pellejo?
Fuentes de Naciones Unidas han dicho a Al Jazeera que de esos 14.000 iraquíes, 8.000 entraron en la región de Hasakah. Otros han largado hacia Idlib, Alepo —que sufre un cerco al modo medieval: nadie entra, nadie sale y todos se mueren de hambre: un sacrificio católico— y Deir Ar Zor, ciudades en las que, por un lado, podrán toparse de frente con el Estado Islámico, que los somete, o con las fuerzas del Ejército oficial sirio, que los acusa, o con los rebeldes armados de la oposición, que los castigan. A ninguno de ellos le interesa el trabajo humanitario: justo por eso están zambullidos en una guerra de 300.000 muertos.
Los números no son exactos, pero si esos 14.000 buscan refugio en Siria, los campos tienen que expandirse y buscar los modos de abastecerse. Según el portavoz del ACNUR, Adrian Edwards, en el campo de refugiados de Al-Hol han sido atendidos 5.512 iraquíes. Edwards espera que haya espacio para, al menos, 50.000 personas, dado que la ofensiva contra el Estado Islámico podría extenderse hasta dos meses —y vista la resistencia fiera con que capturaron Mosul, tal vez algunos meses más—. Acnur reportó: “Muchos de los recién llegados han sufrido condiciones brutales bajo el dominio extremista, por lo general sin acceso al cuidado médico básico. La mayoría de los niños en edad escolar que llegan al campo se han ausentado de las escuelas durante dos años, mientras que otros llegan sin compañía e inseguros del destino de sus padres”.
El campo de Al-Hol ha sido, para Sajjad Malik, representante de la ONU en Siria, la prueba de que Siria, a pesar de sufrir tiempos adversos, sigue con su política de puertas abiertas para los refugiados. Su pensamiento, sin embargo, debería tener un matiz. La región de Hasakah, donde está el refugio, está controlada por los kurdos, no por el gobierno sirio. Es decir, es una suerte de estado independiente, la región autónoma de Rojava, que los kurdos han reclamado desde siempre y que liberaron con sus fuerzas armadas en 2015. No es, por lo tanto, una región del gusto de Bashar Al Assad: no, es una región que quiere independizarse en medio del revoloteo guerrerista.
Y es una región inestable: desde 2013, ha sido tomada y liberada por varios actores en capturas y liberaciones que se siguen unas tras otras. Si bien está controlada por las fuerzas kurdas, también el Ejército oficial tiene ambiciones sobre el territorio. En agosto de este año, las fuerzas del gobierno sirio tuvieron que irse.
Desde el comienzo de la guerra contra el Estado Islámico, que quiere llegar hasta Bagdad —la capital—, más de 2,6 millones de iraquíes se han desplazado hacia Jordania, Siria y aun Afganistán. Tras la ocupación de Estados Unidos, más de un millón huyó de sus tierras. Los desplazados internos se cuentan por cientos de miles. Acnur tiene, según declaraciones de sus miembros, cerca del 40% de la financiación necesaria para continuar con sus programas humanitarios. Cualquier opción, por pragmática que sea, resulta en un declive anchuroso: pueden quedarse en Mosul —y morir—, pueden irse a Siria —y quedar atascados—, pueden intentar el paso del Mediterráneo —y morir o quedarse bloqueados en las fronteras de los Balcanes—.