Cinco años atrás, cuando Ollanta Humala la derrotó, Keiko Fujimori pergeñó una maniobra general que debía llevarla a la Presidencia en el siguiente período. Entonces rearmó su partido, expulsó a los históricos, arrebató avales, alentó nuevas figuras y se alejó tanto como pudo del pasado riguroso de la presidencia de su padre. Se presentó como una demócrata, partidaria del aborto terapéutico y de las uniones civiles, y una vez tras otra se vio obligada a recordarles a los votantes que ella no era su padre. Keiko Fujimori, sin embargo, olvidó que el fujimorismo, más que un listado de políticas conservadoras, es una forma de gobernar y de ver la historia. En una entrevista con Perú 21 dijo: “Soy consciente de que durante el gobierno de mi padre se cometieron errores y delitos”. Los “errores y delitos” que menciona tienen un nombre más preciso: crímenes de lesa humanidad.
Ese ha sido justamente uno de los problemas del fujimorismo, que ha cambiado de cara y nombre en 26 años: llamar por otro nombre a la historia. También ha sido una de sus estrategias políticas. Las actitudes de sus principales figuras no eran autoritarias, sino expresiones puras de la “mano dura”; el asesinato indiscriminado de 25 personas por parte de un grupo militar, por el que su padre paga 25 años de prisión, fue un “error” y no un crimen. Por más que quiso, Keiko Fujimori careció de la capacidad para alejarse de esa maldición, en parte porque la reestructuración de su partido fue incompleta y en parte porque los males de siempre pervivieron en sus filas.
Su movimiento se llama fujimorismo, hoy bajo el nombre de Fuerza Popular, porque la política peruana está basada en los caudillos, cada vez menos tangibles. Quizá Fujimori sea una de ellos: una política que prefiere eludir el título de populista para abrazar el de representante del pueblo. “El partido va más allá de un apellido —dijo en la misma entrevista— y perdurará en el tiempo”. Si ha perdurado en el tiempo es gracias al nombre de su padre. Keiko y Alberto, para los votantes, son sinónimos de una misma estela que trajo prosperidad económica a Perú y seguridad a los campos. Los de la mano dura.
Su segunda derrota presidencial, esta vez ante Pedro Pablo Kuczynski, es la expresión de una labor consistente de campaña que principió antes de esta competencia. Es una derrota formal, pero para los números de su partido es una suma imbatible: 49,8 % de los votos (estuvo a tan sólo 41.000 de Kuczynski). Las elecciones presidenciales dividieron al país en dos, casi de manera literal: el campo por un lado, la ciudad por el otro; las clases populares por uno, las élites por el otro.
A los aportes electorales de esta campaña presidencial se agregan los votos que arrastró Kenji Fujimori, el hermano menor de Keiko, en las votaciones para Congreso: fue el parlamentario más votado, con más de 327.000 votos. En cuentas generales, Fuerza Popular tiene 73 de 130 escaños, una mayoría absoluta del Congreso que le permitirá vetar o aprobar proyectos de ley sin resistencia. El partido de Kuczynski, el PPK, tiene 18, y la oposición, agrupada en el Frente Amplio, 20. Keiko Fujimori pudo perder la Presidencia, pero su movimiento tiene el Poder Legislativo entero.
Por eso, por un momento durante las elecciones generales de este año, Perú estuvo a punto de prefigurar un gobierno en el que los Fujimori reinaban de nuevo sin la menor competencia. Keiko ganaba en las encuestas por cuatro u ocho puntos y Kenji sonaba —y suena— como candidato a la presidencia del Congreso. “Sucede que se sentían ganadores —escribe el analista Mijael Garrido en el diario La República—. Y pensaron que ya estaban fuera de riesgo”. Los beneficios de una votación holgada en el Congreso y la presunción de que una votación tan cerrada para la Presidencia terminaría en victoria los hicieron prever, aun con cierta desconfianza, un retorno total de un nuevo fujimorismo.
Pero el fujimorismo no ha cambiado. Quizá ha permutado sus rostros, pero el trasfondo de cierto tono dictatorial y de una tendencia a ocupar todo el poder son palpables. Pedro Spadaro, parlamentario de Fuerza Popular, dijo al enterarse de que Kuczynski había ganado: “Ya sabemos de quién es el Congreso”. En contravía, Keiko Fujimori había dicho días antes: “Durante todos estos años, como política he sido absolutamente respetuosa del orden democrático. Hemos sido una oposición responsable y la población lo ha valorado”. Sin embargo, dicha responsabilidad queda en duda cuando su lista parlamentaria presenta 18 candidatos con antecedentes judiciales o procesos en curso; cuando el secretario general del partido, Joaquín Ramírez, es investigado por la DEA por lavado de activos; cuando miembros de Fuerza Popular llaman “terroristas” a los antifujimoristas, y cuando una de sus congresistas, Cecilia Chacón, dice que “Alberto Fujimori saldrá por la puerta grande”.
El prestigio de los Fujimori, pese a todo, persiste inmaculado. Es la primera fuerza política de Perú y seguirá cortejando la Presidencia. En las elecciones de 2021, de las que se habla desde ya, los Fujimori tendrían también un candidato: Kenji, que para entonces habrá cumplido 41 años y habrá amasado un capital político más nervudo. Por allí comenzó también Keiko: obtuvo más de 700.000 votos como congresista y se convirtió en la líder del partido. Con dos derrotas presidenciales en seguidilla, su movimiento podría agradecerle su esfuerzo, pero darle el paso a otro miembro más fuerte tal vez sea más contundente. Por ahora no existe nadie más a la vista. Y la renovación parece haberse completado, por lo menos en los términos definidos por Keiko desde 2011.
En esa muestra desértica de nuevos políticos yace otra contradicción del fujimorismo, que le ha hecho daño incluso en estas elecciones: el hecho de que, aunque llame a la renovación, sus figuras sigan siendo pocas y todas ligadas al ejemplo de Alberto Fujimori. Por eso los seguidores del partido se denominan fujimoristas: porque siguen al apellido por encima del nombre que lo anteceda. No existen, como resaltó una analista de La República, “keikistas y albertistas”. Sus votantes se han decantado por una sola figura, la que representa la presidencia de una década de Alberto Fujimori, y que podría repetirse con un eventual período de un nuevo miembro de la familia. Dentro de cinco años, los periodistas y los votantes tendrán que recordar esta oración determinante de Keiko Fujimori sobre una posible presidencia de su hermano Kenji: “He hablado con él y esa posibilidad para el 2021 no existe”.