“Las flores de la guerra” es quizá la peor película de Zhang Yimou, un ejercicio esteticista y hueco que espectaculariza la atrocidad al mismo tiempo que la vacía de emoción. La exquisita lírica del director queda aquí masacrada y enterrada.

La historia de la humanidad tiene capitales de la infamia: Kigali, 1994; Sebrenica, 1995; Nanjing, 1937. Lugares y fechas en los que cualquier acuerdo de civilización quedó suspendido para dar paso a masacres inimaginables, escenarios en los que el asesinato, la tortura o la violación en masa adquieren la categoría de herramientas de destrucción y exterminio del tejido de la realidad. Pasada la hecatombe, la gestión de la memoria histórica de la barbarie también es asunto delicado, como lo es su tratamiento en una ficción al servicio o no de la directriz oficial. En el caso de la ciudad china, el trauma es un episodio nacional que no esquiva el repetido retrato, la consciencia de una herida abierta a ser entregada al cineasta estrella del país para que éste, con medios ilimitados, la convierta en la grandiosa tragedia mainstream que es requerida.

Cuando a mediados de la década de los 90 firmó “¡Vivir!” (1994), Zhang Yimou era celebrado en certámenes internacionales mientras en casa su película era prohibida bajo la consideración de ataque al régimen. Casi dos décadas y unos Juegos Olímpicos después, “Las flores de la guerra” (ver tráiler) podría ser el trabajo que le confirmara como narrador oficial. Un narrador al que, con todo, aún se le permitía cierto margen para la crítica hacia el pasado maoísta en “Amor bajo el espino blanco” (2010), pero que aquí parece abandonar todo recelo para entregarse a la gloria de la superproducción sin matices. Lo grave no es tanto que Yimou haya cedido centímetros hacia el dramatismo de propaganda. Lo realmente flagrante es que un director que hasta ahora había tratado a sus personajes con tanta elegancia y delicadeza haya enterrado toda sutileza para prestarse a la brocha gorda y la caligrafía de mártires sin fondo. Si en “Amor bajo el espino blanco” había más belleza manufacturada que inspiración poética, al menos el mimo a sus protagonistas permitía la identificación con los malogrados componentes de un romance impedido por la coyuntura política. Aquí, en cambio, sucede a la inversa: el dictamen del relato prioriza la filigrana de la secuencia bélica o los pedazos de una vidriera que estalla, pero salvadores y víctimas pasan a ser meros avatares de un ejercicio tan estético como hueco, cuya lírica interior ha sido masacrada tras la escasa ética del gesto.

Basada en una novela de Geling Yan que a su vez se inspiraba en historias de sacrificio entre las prostitutas de Nanjing, los mimbres de “Las flores de la guerra” podrían haber servido a un estudio más convincente del alcance de la solidaridad humana en medio del Apocalipsis. En esa alternativa deseada, uno imagina a Yimou recuperando la exquisita sensibilidad de su mirada sobre la infancia —“Ni uno menos” (1999)— o dejando respirar una poética más dada a la paciencia y menos a las ostentaciones. Sin embargo, la película que se impone es otra: una empeñada en espectacularizar la atrocidad al tiempo que la vacía de emoción, que hace de Christian BaleWatabe Atsurôun meros invitados en lugar de pilares morales, y que convierte la sacralización de un grupo de heroínas de la calle en un musical kitsch que satura los sentidos de vergüenza ajena.