Londres, 6 de julio de 2003. Roger Federer se enfrentaba a su historia. En ese entonces tenía el cabello largo y ese día iba todo de blanco, como exigía el protocolo, mostraba una sonrisa tímida, pero una mirada profunda, ambiciosa. Tenía apenas 21 años y un camino por andar, pero ese fue el último día en el que alguien se atrevió a dudar de su legado. En esa final de Wimbledon, en la que derrotó al australiano Mark Philippoussis, el suizo empezó a escribir su leyenda. 19 años atrás, en la tierra que hoy llora a la monarca fallecida, Londres coronó a Su Majestad.

Silencio en la cancha central del All England Club. Servía Federer para partido. Había ganado los dos primeros sets y llevaba ventaja en el tiebreak del tercero. Concentración y la pelota al aire, sacó. Philippoussis respondió como pudo. Y la pelota, que se quedó en la red, consagró al genio suizo, le dio la corona. Rodillas al suelo y brazos al aire. Enseguida el saludo al rival, todo parecía tan normal, como si fuera una victoria más. Pero, al mirar la tribuna, mientras el mundo lo celebraba, se dio cuenta. ¡Lo hiciste, Roger! Caían las lágrimas y las manos tomaron la cabeza. ¿Cómo creerlo? Muchos dudaban, incluso él. “No soñé con ser el número uno del mundo, nunca. Menos en mi pequeña Suiza”, dijo una vez. Esa tarde empezaron los pasos del mejor tenista que la historia ha visto.

Ironía, de las que duelen, es que el último partido de Grand Slam que Su Majestad jugó fue precisamente en Wimbledon. Esa tarde de 2021, cuartos de final, cuando Hubert Hurkacz, casi pidiendo perdón por derrotar a la leyenda, lo sacó en tres sets corridos. Y el nudo en la garganta no permitía decir el adiós que ya todos sabían que seguía, pero que nadie quería escuchar.

No será su último baile. El suizo, en la carta en la que se despidió ayer del tenis, anunció que saldrá una vez más a la pista en la Laver Cup, que se disputará en una semana. “Jugaré más tenis en el futuro, pero no en un Grand Slam o en el ATP tour (…) Quiero agradecer, desde lo más profundo de mi corazón, a todos los que alrededor del mundo ayudaron a que los sueños de un niño suizo se hicieran realidad. Finalmente, al tenis: te amo. Nunca te dejaré”.

Su cosecha: 20 Grand Slams en 31 finales y 28 títulos de Masters 1.000. Ningún otro tenista tuvo más victorias en la Copa de Maestros, con seis títulos, ni estuvo más semanas seguidas (237, entre 2004 y 2008) en el número uno de la ATP. Federer llevó a Suiza a su primera Copa Davis y se colgó un oro olímpico en dobles en Pekín, junto a Stanislas Wawrinka, y la plata individual en Londres.

La influencia de la figura de Federer es tan grande que hasta este 2022, según Forbes, ha sido durante los últimos 17 años el tenista que más dinero ha ganado. Solo esta temporada facturó 90 millones de dólares, gracias a sus contratos publicitarios, negocios y actividades fuera de la pista. Y eso que este año no disputó ni un partido oficial. Cifra que representa más de la mitad de las ganancias en premios por sus resultados deportivos de su carrera: 130’594.339 dólares, según la ATP.

Roger Federer fue el líder de un trío sin precedentes, una rivalidad entre las raquetas más importantes de la historia que llevó al tenis a su apogeo. ¿Roger Federer habría sido el mismo sin un oponente como Rafael Nadal? ¿Novak Djokovic habría surgido sin la necesidad de derrotar a los dos gigantes? Estas preguntas, imposibles de responder, llevan inmediatamente a la reflexión de una época dorada, impulsada por ese Federer que en 2003 empezó a batir marcas en una carrera que, tras 25 años, hoy llega a su fin.

“Querido Roger, mi amigo y rival. Ojalá este momento nunca hubiera llegado. Es un día triste para mí y para el mundo del deporte en todo el mundo. Ha sido un placer, pero también un honor y un privilegio compartir todos estos años contigo, viviendo momentos increíbles dentro y fuera de la pista”, le escribió Nadal, su rival eterno.

Ahora, antes de la despedida, queda rendir homenaje a la leyenda y a su raqueta, con la que fue poeta. Queda agradecer al joven suizo que empezó con el cabello largo, los pelos quemados y tinturados de amarillo. El que escuchaba heavy metal a todo volumen, rompiendo raquetas cuando antes de su consagración ante el mundo parecía no estar a la altura de las expectativas. “Soy un pésimo perdedor”, confesó una vez, ya domados sus demonios. Ese espíritu competitivo que un día pudo controlar y lo llevó a cambiar para siempre la historia del tenis.