Los británicos votaron en junio a favor de salir de la Unión Europea, pero dos meses después su gobierno, liderado por la primera ministra Theresa May, no sabe cómo pergeñar el divorcio ni cuándo comenzarlo.

May tiene severas presiones. Por un lado, el 52% de británicos que favorecieron la separación (y los políticos, como Nigel Farage y Boris Johnson, que estuvieron a la cabeza de la campaña) exigen que se haga realidad muy pronto. Por otro, la Unión Europea impulsa una escisión rápida y pronta: es fácil recordar cuando Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, dijo que “no tenemos meses para meditar, tenemos que actuar”. En la misma declaración, Juncker anotó: “Si quieres salir de la Unión Europea, tienes un plan, un proyecto”.

Pero todavía no existe una directriz común para declarar el divorcio formal entre el Reino Unido y el bloque. La primera ministra ha insistido que el artículo 50 del Tratado de Lisboa (que especifica los procedimientos para la separación) será activado sólo hasta principios del próximo año. Su activación dependerá, según varias fuentes, de la aprobación del Parlamento. Sólo desde entonces podrán negociarse los términos del divorcio con la UE.

Los equipos de trabajo, pese a la ambición del gobierno británico, no están listos: según The Guardian, los dos ministerios creados para el proceso de división (el Departamento para la Salida de la Unión Europea y el Departamento de Comercio Internacional) están retrasados en la contratación de personal calificado. El primero tiene en sus filas a la mitad de los trabajadores que necesita (150 de 300) y el segundo tiene un porcentaje bajísimo de los negociadores (10%) que requiere para rehacer las relaciones con la UE y, al mismo tiempo, reformar la economía nacional.

El proyecto, que en el voto parecía simple, se ha mostrado vasto y complejo. Es probable que el artículo 50 sea activado, por procesos judiciales y legales que deberán resolverse antes de ello, a finales de 2017. Eso significa que el Brexit, de manera formal, sólo ocurrirá hasta finales de 2019 (se cuenta con un período de dos años legales para la separación). La Unión Europea considera que ese lapso es demasiado extenso: las elecciones para el Parlamento Europea serán en 2019 y en 2020 se discutirá el nuevo presupuesto de todo el bloque. Para entonces, Reino Unido ya debería estar fuera de él.

Aparte de la incertidumbre sobre la fecha de aplicación y la construcción de los grupos de negociación, el gobierno de May se enfrenta a la tarea inmensa de definir qué quiere proponerle a la Unión Europea. El diputado Nigel Farage, antes de su salida del liderazgo del UKIP, había sugerido en el Parlamento Europeo que Reino Unido podía tener las mismas ventajas comerciales que había tenido hasta ahora (su participación en el Mercado Común), pero con un control propio de las fronteras y la libre circulación de ciudadanos. Juncker encontró esa sugerencia cínica: para él, Reino Unido había tomado la decisión de salirse y debía hacerlo sin ningún beneficio. La salida debía ser completa.

May es consciente de esa posición. Por eso, sus equipos de trabajo deberán formular un nuevo tratado comercial y fronterizo con la Unión Europea con mucho tacto: cualquier indelicadeza podría revivir el escozor de los días posteriores a la votación. Una fuente anónima, cercana al gobierno, dijo a la agencia AFP: “Por un lado, no tienen la infraestructura necesaria para albergar a las personas que deben aportar en el proceso (de separación). Por otro, dicen que tampoco saben cuáles son las preguntas que tienen que formular cuando comiencen finalmente a negociar con Europa”.

Algunos conservadores, sin embargo, están optimistas. El exlíder del Partido Conservador Iain Duncan Smith dijo en estos días: “estar fuera (de la UE) devuelve control sobre la legislación y las fronteras y libera al Reino Unido de las regulaciones de la UE”. El sueño de control fue el principal aliciente para que los británicos votaran por el sí. En los días de campaña, Farage y Johnson afirmaron, a la manera de los caudillos, que el día de la victoria sería recordado como el día de la independencia del Reino Unido. Ese era su principal argumento: Reino Unido era una suerte de esclavo comercial de la UE, según ellos, que entregaba mucho y recibía apenas calderilla.

A su pesar, las posibilidades de crear tratados económicos con el bloque podrían comprometer las fronteras, la libre movilidad y la migración. Según un análisis de The Guardian, la primera opción, aquella que se barajó en los días siguientes a la victoria del sí, es entrar en el grupo de mercado del Área Económica de Europa en los términos en que está Noruega. Sin embargo, eso significaría volver a aquello que los votantes despreciaron en primer lugar: el Reino Unido tendría que ajustarse a las políticas migratorias de la UE, a sus reglas y a una contribución económica a la Unión Europea. Es una opción que, de entrada, podría ser rechazada entre las filas de May, que incluyen a Boris Johnson, activista del sí, como ministro de Exteriores. Las cabezas de los nuevos ministerios, David Davis y Liam Fox, también son partidarios radicales del Brexit.

La segunda opción es participar en el mercado europeo a través de un tratado, como Canadá. “Aunque podría ser aceptado políticamente —escribe Jon Henley en The Guardian—, se tomaría más tiempo en ser empleado y podría golpear más duro a la economía”. Segmentar ese tratado podría ser una posibilidad también viable: es decir, dedicado sólo al sector de los servicios, como Suiza. Pero Suiza también tuvo que ceder a la libertad de movimiento de los ciudadanos de la UE (que pueden transitar y trabajar en todos los países de la Unión) y a determinadas reglas. Aunque el trato esté segmentado, la Unión Europea podría exigir a los británicos el cumplimiento de ciertas reglas que desmoronarían el afán inicial del Brexit: una pretendida independencia. Los servicios bancarios, que el exlíder conservador Duncan Smith aseguró que convertirían al Reino Unido en potencia tras la separación, también entrarían en la fórmula.

De modo que el Reino Unido está obligado, por un lado, a controlar la presión política por una implementación próxima del artículo 50 y, por otro, a crear un programa definido para negociar con la Unión Europea (con las especificaciones de los sectores de servicio en que laborará). La Unión Europea tendrá que hacer otro tanto: este lunes se reúnen los líderes de Francia, Alemania e Italia para “relanzar la UE”. La crisis campea en ambos bandos.