El vaso transparente empezó a inventar minúsculas olas en el té. Era un movimiento leve y concéntrico que aglutinaba el líquido verde contras las paredes que lo aprisionaban. El reloj de pared marcaba las 23:10 de una de esas refrescantes noches que florecen al final del riguroso verano magrebí. La primera gran sacudida llegó para poner a caminar la mesa en la que Basima Nadji apoyaba sus brazos. Los pocos centímetros de separación entre su cuerpo y el mueble se multiplicaron por cien en un abrir y cerrar de ojos. El reloj fue a parar al distrito más endurecido del suelo y el té saltó por los aires con la fuerza de la que es capaz cualquier agua convulsa.

Basima no supo en qué momento se aferró a la columna que separa la sala de estar de su cocina. Tampoco entiende por qué se agarró de algo en lugar de buscar la salida. El instinto le trazó un proceder, a propósito de aquel fuerte movimiento, que ahora piensa como el más peligroso posible en cualquier circunstancia telúrica, pero el que al final de cuentas, cree, fue el que le salvó la vida. Entre sudores, lágrimas, gritos ahogados por el desequilibrio e imágenes fugaces de su lozana vida, atestiguó la caída de su biblioteca, el desplome de la alacena, la fractura de sus fotos familiares, la huida de la luz, el surgir de grietas en un par de paredes y el derrumbamiento de una aislada parte del techo.

De la tranquilidad absoluta al inexpresable caos. Fueron minutos cruelmente retocados con el angustiante material del que están hechas las eternidades. La oscuridad del departamento, la destrucción doméstica y los alaridos de sus vecinos se parecían al episodio más espeluznante de su serie favorita: The Walking Dead. Basima, una vez consciente de lo que sucedía, se dirigió a la salida de ese cúmulo de remanentes que ya no eran su hogar, en puntas de pies -como quien no quiere generar media alteración más- y, al tocar la puerta, tuvo que esquivarla. Lo que terminó de hacerle colapsar el exiguo puñado de nervios que se negaban a enmarcarse en la perturbación inmediata, fue haber visto el derrumbe sin percibirlo sonoramente. ¡Me quedé sorda! Se advirtió. Y fue ahí cuando llegó la segunda gran sacudida.

Esta vez su cuerpo fue el que se puso en piloto automático. Sin que su mente pudiera rumiar alguna disposición, se balanceó por las escaleras como una bola de pinball. Aunque Basima vive en un tercer piso de un edificio ubicado en una de las mil callejuelas de la Medina de Marrakech, a diez minutos caminando de la célebre Plaza Jemaa el-Fna, refiere el trayecto a la entrada del edificio como el viaje en una montaña rusa que, además de sortear el pánico de sus tripulantes, debía evitar el choque con un sinnúmero de materiales letales. Eran pedazos de todo lo imaginable los que caían del techado: cielo en polvo, cielo en esquirlas, cielo en rocas.

En el día, la Medina se caracterizaba por albergar una marcha rústica e invariable de turistas. En la noche, eran los gatos y los vagabundos los que orquestaban el silencio con sus sigilosas presencias. Esa noche todo fue distinto, y no sólo distinto sino distópico. Una polvareda infinita hacía picar los ojos y dificultaba la respiración. La gente pedía ayuda y corría sin dirección. Un señor se tambaleaba frente a un muro derruido y se laceraba las manos quitando piedras mientras convocaba dos nombres sepultados. Una señora, abrazándolos, intentaba detener el cauce de los llantos de sus hijos. Basima siguió hacia la plaza, como pudo. Debajo de un arquito vio una persona desparramada con un charco de sangre adornando su cabeza como si se tratara de una aureola. Decenas de personas oraban, acurrucadas en el suelo, envueltos por una fe que se lucía más fuerte que el miedo.

Basima recordó que había pensado que había quedado sorda, pero la romería desatada como un apocalipsis, fue la encargada de refrendarle la buena noticia de que no. Chocó con un hombre y sólo supo que iba ensangrentado cuando en la plaza alguien le señaló su espalda porque su camisa blanca estaba manchada. El minarete de una mezquita se había venido abajo y esa altura que antes era sólo tocable por el viento, ahora estaba a sus pies, sin historia, fuera de la ruina que ocasionó la escombrera. En sus veintiséis años, Basima jamás había sentido el gruñir de la tierra. Señala que el ambiente era como el que relataba uno de sus abuelos que tuvo la fortuna de sobrevivir a un impreciso bombardeo en el transcurso la segunda guerra mundial.

Después del terremoto, la primera vez que Basima, empleada de un comercio de curtiembres en el corazón de la Medina de Marrakech, tuvo la oportunidad de saber la hora ya habían pasado seis horas del siniestro. El amanecer acariciaba la destrucción con los primeros rayos de luz y el susurro de la devastación era la única ley imperante. El temblor se había incrustado en sus piernas y cada nueva oscilación implicaba la duda de saber si era ella o la tierra la que estaba en su natural proceso de reacomodación. Pasadas las seis de la mañana decidió regresar a su edificio.

Logró entrar y su teléfono tenía cientos de mensajes y llamadas perdidas. Desesperada, fue el chat familiar: sus padres y hermanos, habitantes del barrio Sidi Belabess, estaban intactos, suerte que no corrió su mejor amiga, Malak Taleb de treinta años, que perdió a su esposo y a su hijo.

Basima se dirigió a los restos de su biblioteca. Escarbó y escarbó, hasta encontrar un Corán. Sosteniendo el libro sagrado entre sus manos por fin pudo llorar tranquila y suplicar y rezar y fue en medio de la oración que pudo preguntarle a Alá: ¿por qué?