Leonor Zalabata visitó Montreal (Canadá), donde escuchó y debatió sobre un tema que tiene tatuado en su piel y en su sangre arhuaca: la protección de la tierra y de la vida en todas sus formas. A propósito de la COP15, de la que hizo parte, recuerda que, desde finales del siglo pasado, el saber y los territorios de los pueblos indígenas han sido reconocidos como bastiones del medioambiente, como elementos cruciales para la conservación y la estabilidad ecológica. “Los territorios y la naturaleza misma deberían tener garantías. Se necesita un cambio de pensamiento, desde lo urbano hasta lo rural, y mantener el conocimiento tradicional para aportarle a la humanidad ese equilibrio que busca hoy, tras el calentamiento global y la pérdida de la biodiversidad en las llanuras, las sierras y los océanos”. La Amazonia es importante, sí, pero cree que los esfuerzos de conservación se deben extender a los demás ecosistemas, y ahí los pueblos originarios son importantes, pues “nosotros estamos de norte a sur, de oriente a occidente, en el centro y en todos lados”, admite.

Pensando y reflexionando sobre eso, actuando y andando conforme a esas convicciones, de la Sierra Nevada de Santa Marta llegó a Nueva York, a la sede de las Naciones Unidas, como la embajadora de Colombia ante la ONU. Sin saber con exactitud cómo ocurrió, pues incluso hoy desconoce las razones que la llevaron hasta allí, pero, eso sí, teniendo a sus espaldas décadas de trabajo por la defensa de los derechos humanos, de los indígenas y de la naturaleza en medio del conflicto armado, dice que “la ONU tiene que cambiar y empezar a incluir a los sectores que no han sido tomados en cuenta; que nos escuchen a todos y a nuestras propuestas. A las Naciones Unidas le interesó que el presidente Petro designara a unos indígenas para la Unidad de Víctimas (María Patricia Tobón Yagarí), la Unidad de Restitución de Tierras (Giovani Yule) y para este nivel de la ONU; nombramientos que fueron bien recibidos por la comunidad internacional y por los Estados que son parte de ella”.

Señala que los retos aún no los ha encontrado por completo. Quizá, ser más ágil es uno de ellos, aunque cree que se ha logrado concienciar a varios miembros de las agencias, sobre todo del Consejo de Seguridad, que juega un papel relevante en los acuerdos de paz, sobre la situación del país. Confiesa que la ONU está preocupada por las críticas que recibe: que de las guerras se pierde la esperanza, porque de la organización no viene una solución que frene la violencia, y la pérdida de confianza que conlleva esa ausencia de respuestas concretas. Ante ello, sugiere, “hay culturas milenarias, con conocimientos ancestrales, como la mía, que han sido capaces de mantener la naturaleza: hay agua, hay aire. Nosotros, los indígenas, hemos convivido con la Tierra en la evolución de la humanidad; hemos soportado guerras, violencias y pestes, y aquí estamos vivos y presentes”. Por eso, cree que la figura de Colombia, a través de ella, “es una oportunidad para aunar esfuerzos entre los indígenas del mundo”.

Zalabata cree que el trabajo que hace la ONU se ve reflejado “en lo que hacemos muchos líderes sociales y ambientales”. Tiene la convicción de que son luchas paralelas.

Algo así dice también Juanita Goebertus, desde la dirección de la División de las Américas de Human Rights Watch, para quien la defensa de los derechos humanos, la construcción de paz y la consolidación del Estado de derecho son el norte de su quehacer profesional. La diferencia ahora está en que esas inquietudes las trabaja desde otro escenario: ya no es desde el corazón del Estado, como cuando trabajó en el Gobierno desarrollando el punto de víctimas y justicia transicional en el proceso de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las antiguas Farc, o cuando hizo control político en el Congreso sobre lo pactado, sino la sociedad civil. “Soy una profunda convencida de que también se necesita la presión externa de organizaciones sociales, locales e internacionales, que ayuden a empujar la vara”, agrega.

Goebertus decidió no reelegirse en el Congreso y más bien dar un salto hacia un panorama amplio y complejo. “Ante este fenómeno global, con expresiones muy marcadas en América Latina, del surgimiento de populismos de talante autoritario, de la pérdida de confianza en las instituciones, de esta crisis de la democracia liberal, puedo ayudar a hacer transformaciones desde varios sectores”, afirma. En los últimos cuatro meses ha recorrido la región, visitando Brasil y México, y teniendo reuniones virtuales con algunos representantes locales de los 14 países del continente en los que Human Rights Watch está presente. Por eso, se atreve a decir que “no se puede generalizar América Latina, porque es un continente muy diverso, pero sí hay ciertos patrones comunes en algunos gobiernos que nos preocupan”, como es el caso de Jair Bolsonaro, en Brasil; Andrés Manuel López Obrador, en México, y Nayib Bukele, en El Salvador.

Admite que el reto más grande que tiene es de capacidad, sobre todo cuando en la región pasan tantas cosas al mismo tiempo. Asegura que aquí se unen crisis de décadas, como la de Haití, agravada recientemente por el control que asumieron las pandillas y por el resurgimiento del cólera; otras que tienen un cúmulo histórico de violaciones a los derechos humanos y de gobiernos asentados en el poder, como Cuba, Nicaragua y Venezuela, y otras crisis que suben y bajan, como la peruana. En medio de ello, aspira a que con su equipo no solo se denuncien las violaciones a los derechos humanos en el momento en el que sucedan, sino documentar los hechos que están detrás, como la pobreza, la corrupción, la pérdida de biodiversidad y el incremento de las migraciones. “Estas no son unas discusiones sobre cuál es la ideología de uno u otro gobierno, sino sobre cuál es el compromiso real con el Estado de derecho y la democracia”.