La diplomacia colombiana parece condenada a recibir de la forma más dura las lecciones que se derivan de su histórico complejo de superioridad, de mirar al continente desde arriba, de pensar que los países con los que se relaciona y con los que entra en tensión son menos profesionales, más caóticos o irracionales en sus relaciones exteriores y que sus actos son meros atrevimientos que se deben resolver apelando a la superioridad moral y política que se predica desde Bogotá. Este escenario condiciona los posibles resultados de la reunión de cancilleres de hoy en Quito.

En primer lugar, la crisis con Venezuela nos demuestra que esperamos apoyos de una cantidad de naciones en foros multilaterales, cuando hemos abandonado los lazos políticos, económicos y culturales con ellas, por ejemplo las del Caribe que otros conquistaron con dinero o petróleo, y nos obliga a reconocer que descalificamos a países que luego esperamos sean mediadores, nos den sus votos o nos defiendan: basta recordar que a finales de 2014, Colombia, inconsciente de sus falencias en materia de control financiero, calificaba a Panamá de “paraíso fiscal”.

En segundo lugar, nos hace notar que fácilmente condenamos y desprestigiamos instancias que consideramos parcializadas, como Unasur, y aunque eso tenga algo de cierto, poco hacemos para fortalecer los foros que reclamamos como legítimos, como la OEA y el Sistema Interamericano de DD.HH., frente a los que hemos callado cuando otros países los desautorizan, o hemos cuestionado sus decisiones (el caso Petro o la sentencia del Palacio de Justicia), para luego exigir que decidan a nuestro favor.

Ante una aparente derrota en la OEA, descalificamos al foro, como si no fuera nuestra culpa haber olvidado el ejercicio clásico de diplomacia bilateral, de fortalecimiento de relaciones “uno a uno” con muchos, como sustento de cualquier intento de victoria multilateral.

Si bien nos asiste la razón en derecho en tanto no hay duda de que los actos del gobierno venezolano son violaciones a instrumentos como el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, el Estatuto de Roma o la Convención sobre el Estatuto de Refugiados, somos tan extraños que invocamos con vehemencia la intervención de la CPI, de Acnur, de la Asamblea General y del secretario general de la ONU, entre otras instancias, aun cuando hemos vociferado que sentencias del sistema jurídico de esta organización “nos son inaplicables”. Nada distinto de lo que hacen nuestros contradictores al otro lado de la frontera, que esta semana se negaron a cumplir la sentencia de la Corte IDH por el cierre de Radio Caracas Televisión en 2007.

En este contexto, tras una cumbre de cancilleres en Cartagena llena de promesas pero humilde en resultados, y un escalamiento de discursos presidenciales, llegamos a la reunión auspiciada por Ecuador.

La reunión es particular en tanto se plantea como preparatoria para la cumbre de presidentes. Para muchos analistas, lo lógico hubiera sido, tras las alocuciones presidenciales de la semana, que se diera un silencio y a la vuelta de unos días se pactara una reunión presidencial, desde donde se plantearan soluciones parciales de desescalamiento de medidas en la frontera, intervención para resolver situaciones humanitarias y un calendario de acción para ir solucionando los problemas estructurales de la frontera. Todo ello aprovechando la naturaleza de las figuras presidenciales, que difícilmente se citarían a una cumbre si no esperan salir con resultados que mostrarle a sus electorados.

Por el contrario, parece que esas soluciones parciales a las que podrían llegar los presidentes se le dejarán a la cumbre de cancilleres, en un escenario que podría convertirse en otro memorial de acusaciones de un país a otro.

En tanto la cumbre está acompañada y mediada por cancilleres de países que hoy tienen la presidencia de la Celac (Ecuador) y la Unasur (Uruguay), es posible que esta se torne en otra caja de quejas y reclamos mutuos, como terminó la reunión en la OEA, como se esperaba que fuera la oportunamente cancelada cita en Unasur y como fue la reunión de Nicolás Maduro con los cancilleres de Argentina y Brasil el 5 de septiembre en la X Cumbre de Petrocaribe.

Hay que ver a los mediadores de forma estratégica. Reconocer y aprovechar, por ejemplo, que, aunque la mediación de Uruguay hoy represente formalmente a Unasur, desde la llegada de Tabaré Vázquez Montevideo ha sido un fuerte crítico del gobierno venezolano por su maltrato a la oposición, situación que debería agudizarse por la sentencia a Leopoldo López, injusticia frente a la que Colombia en su momento prefirió callar, y del otro lado, reconocer que, aunque Ecuador se presente como el componedor entre las dos naciones, empezó a ejercer medidas económicas contra Colombia.

La política exterior venezolana puede parecer accidentada, imprudente y altisonante, pero tiene objetivos y métodos claros: en alocuciones recientes, Maduro anunció que no se normalizará la frontera hasta que Colombia firme un “acuerdo garantizado para una nueva frontera de paz”. Colombia debe elegir cuidadosamente los escenarios y cumbres donde se encuentra con Venezuela, para evitar ser parte de un proceso paulatino de imposición de un acuerdo leonino del que no pueda escapar, como lo pueden ser una serie de reuniones preparatorias que pavimenten el camino para que Maduro imponga mediante un instrumento bilateral sus condiciones a Santos.

Colombia debe continuar en la carrera por capitalizar las evidencias recogidas por las instancias internacionales que se han acercado a la frontera a atestiguar los vejámenes contra los colombianos, y preparar sus exigencias, límites y, sobre todo, propuestas para un “acuerdo sobre la frontera” que el presidente venezolano ya ha madurado desde que decidió activar esta crisis preconstruida y que pretende imponernos.

* Profesor de derecho internacional de la U. del Rosario, U. Javeriana y U. El Bosque. Doctorado en derecho U. del Rosario.