«Gol, gol, goooooooooool», grita entusiasmado Abdala, uno de los niños palestinos que juegan en el improvisado campo de fútbol de la escuela de la aldea beduina de Jan al Ahmar, en la Cisjordania ocupada, durante el que puede ser uno de sus últimos partidos antes de que Israel derribe la villa por completo.

En el colegio las clases discurren con normalidad para los cerca de 160 alumnos de ésta y otras villas beduinas de alrededor, muchos ajenos al hecho de que en los próximos días podría desaparecer, después de que ayer expirase el plazo dado por Israel para que los propios residentes demolieran las casas que levantaron en los años 50 tras ser expulsados del desierto del Néguev, en el sur de Israel.

La organización por los derechos humanos Amnistía Internacional indicó hoy que, desde entonces, Jan al Ahmar, hogar de la tribu beduina Jahalin, «ha luchado para mantener su modo de vida».

«Forzados a dejar sus tierras en el desierto del Néguev/Naqab (en árabe) en los 50, han sido continuamente acosados, presionados y reubicados por los sucesivos gobiernos israelíes», sentenció.

Dalal tiene 8 años y es de una pequeña comunidad al otro lado de la carretera que delimita la aldea y lleva al mar Muerto. Dice con timidez que no está «bien», pero asegura que tampoco tiene miedo y, aunque sabe que hay «amenazas» para su escuela, no piensa que algún día vaya a dejar de ir.

«Confía en la gente que está aquí. Cree que les van a ayudar y van a proteger su colegio», explica a Efe Hala, una profesora que trabaja en el centro desde que se inauguró en 2013 gracias a un proyecto de la Cooperación Italiana que lo convirtió en un referente por estar hecho con materiales reciclados.

Hala cuenta que no todos los niños «están asustados o tienen pesadillas» sobre lo que pasa en Jan al Ahmar, foco de tensión desde que el Supremo israelí ratificara en mayo y después de nuevo en septiembre la orden de demolición del pueblo por haberse construido sin los permisos requeridos por Israel.

Pero sí sufren «los que pueden ver a los soldados israelíes por la noche», remarca la profesora, quien considera que «debería estar prohibido quitar a estos niños la oportunidad de estudiar».

«Es un crimen. No tienen otros sitios a los que ir y sus familias no han recibido educación. Para ellos esta escuela es realmente una oportunidad», asevera.

La pequeña villa de unas 180 personas está en el área C del territorio palestino de Cisjordania, bajo control militar y civil israelí desde la firma de los acuerdos de Oslo y donde Israel apenas concede permisos de construcción, según denuncian ONG y organismos internacionales.

Su caso ha sido ampliamente denunciado por la comunidad internacional y la ONU, que pidió a Israel que dé marcha atrás en su decisión, ha recordado la ilegalidad según el derecho internacional de la transferencia forzosa de población en territorio ocupado e insistido en que las demoliciones no son sino otro impedimento para lograr la paz a través de la solución de los dos Estados.

«La transferencia forzosa de la comunidad de Jan al Amar equivale a un crimen de guerra. Israel debe terminar con su política de destruir los hogares y el modo de vida palestinos para dar paso a los asentamientos», rechazó una vez más el director regional adjunto de Amnistía Internacional, Saleh Higazi, en un comunicado.

Tras cerca de una década, sus residentes dan por perdida la batalla legal, que ha incluido rechazar las opciones de reubicación israelíes de vivir junto a un vertedero o una planta de tratamiento de aguas residuales. Pero agradecen la solidaridad que están recibiendo de cara a la demolición, para la que aún no hay fecha, aunque temen que sea inminente.

La pasada noche, casi 200 personas, incluidos activistas locales e internacionales, durmieron en el patio trasero del colegio, en la tienda de campaña de protesta permanente que se levantó hace 106 días para debatir la situación y elaborar estrategias.

Junto a los simpatizantes se apilan decenas de colchones, algunos usados también para descansar durante las horas de más calor.

Uno de los planes acordados es que haya gente de forma permanente, para que estén presentes en el momento en que las autoridades israelíes lleguen con las excavadoras, explica a Efe uno de los líderes comunitarios, Eid Abu Jamis.

«Pase lo que pase, haga lo que haga el Ejército israelí, la comunidad ha decidido que se queda aquí. No nos vamos a mover», afirma bajo el sol del desierto, donde la vida es lenta, pero no se detiene.