Mitt Romney tiene sus esperanzas depositadas en que la economía siga empeorando, y cuanto más se deteriore mejores son las perspectivas para su fortuna política.

Por trágico que parezca, el apostar contra su propio país es la única baza que juega para ganar la elección. Pero es una baza condicionada a que logre convencer a los votantes de que se avecina un apocalipsis económico, que es culpa del presidente Barack Obama y que él, Romney, es el único salvador.

Por eso las malas noticias económicas de la semana pasada fueron motivo de gran celebración en Romneyland. Brindaron por la subida de la tasa de desempleo a 8.2, junto con el descenso de creación de puestos de trabajo a sólo 69,000 en mayo. Y por los otros tres indicadores de anemia económica: la revisón a la baja del crecimiento del PIB de 3% a 1.9%, el aumento de la desconfianza de los consumidores y el desplome de Wall Street a los peores niveles de hace un año.

Era evidente que Romney iba a aprovechar esos desalentadores datos y el desencanto popular que suscitan, lo que no está claro es qué soluciones propone él. ¿Cuál es su plan concreto para reencauzar la economía? Hasta ahora ha hecho una campaña fundada en dos elementos: críticas a Obama y promoción de su experiencia en el sector privado.

Todo indica sin embargo que es un riesgo muy calculado: ser ambiguo le da margen para no cometer errores (a los que es proclive cuando habla sin guión) y le permite ser una pizarra en blanco sobre la que cualquiera pueda proyectar sus esperanzas. Con la ventaja añadida de que nadie le puede atacar por algo que él no ha prometido.

En resumidas cuentas su fórmula parece ser “critica que algo queda, y sé ambiguo que así no te podrán criticar”.

Su otra regla de oro es ceñirse al tema económico y evitar sobre todo los temas sociales (aborto, matrimonio gay, religión –en particular su mormonismo-, igualdad salarial de las mujeres, etc), que son un terreno minado al que le quiere llevar Obama, para arrinconarle en la esquina del “extremismo”.

Romney no quiere pronunciarse demasiado en esos asuntos delicados porque se sentiría obligado a tomar una postura radical para satisfacer a la base conservadora de su partido, que ya le mira con sospechas por las veces que ha cambiado de posición a lo largo de su carrera.

Así es que entre los anzuelos que le lanza Obama y el temor a los republicanos más conservadores ha optado por la ley del silencio encubierto (soltar palabras sin decir nada). Sólo quiere hablar de economía (pero sin especificar planes), poner a Obama a la defensiva y hacer de la elección un referendum sobre su gestión económica.

La estrategia de la economía le sirve además de escudo contra sus deficiencias: falta de carisma; dificultad para conectar con el votante promedio y en particular con los hispanos (sólo un 27% a 30% le respalda); meter la pata cuando se sale del guión (“me gusta despedir a la gente”, “no me importan los más pobres”).

Por esta última razón en especial, Romney trata obsesivamente de controlar el mensaje, llevar una campaña ultradisciplinada y mantener a raya a la prensa. (Sólo concede entrevistas a periodistas y medios de comunicación dóciles).

Se trata de un gran montaje político engrasado por decenas de millones de dólares para promover una imagen: la de un candidato republicano que ha hecho de su experiencia empresarial el argumento central de por qué él está mejor cualificado que Obama para levantar la economía.

Entre sus múltiples y leales asesores, ¿no habrá nadie que le haya aconsejado que invertir todo el capital político en la ruleta de la economía es una apuesta de alto riesgo?. ¿Y si la economía mejora de aquí a noviembre, de qué va a hablar?